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Alicia Salvatierra había nacido en el seno de una familia muy pobre de Oaxaca. Ella y sus siete hermanos varones se habían visto en la obligación de buscarse la vida desde muy pequeños: mendigando por las calles, trabajando las tierras de algún terrateniente o incluso robando. Cuando Alicia tenía trece años fue seducida por el encargado de una de las haciendas cafeteras donde prestaba sus servicios a cambio de unos pocos pesos. El rudo capataz se la llevó entre los cafetales y, a la fuerza, la despojó de lo único propio que le quedaba. La niña Alicia, hecha a salir de todas las dificultades que la vida le había puesto en el camino, clavó sus verdes e inquietantes ojos en los de aquel animal y lo maldijo cien veces. Pocos días después, el capataz apareció colgado por el cuello en una rama del flamboyán más alto del patio de la casa de los señores. Aún hoy en día, los lugareños que acuden a la choza de Alicia Salvatierra para preguntarle por su porvenir, evitan mirar directamente a los dos agujeros verdes que tiene en la cara. Dicen que todo el que fija su mirada en ellos termina cayendo, como aquel capataz, en una locura sin remedio que le conducirá hasta su propia muerte.

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