Publicado 03/03/2025
El autor era un adulto cuando se publica este artículo. Tenía 18 años.
La Bruja andaba. Lentamente y en círculos. Jugando con el Caballero. Invitándolo a atacar con su paso tranquilo, cuidadoso, sensual.
El Caballero miraba. Observaba a su adversaria. Sus ojos astutos y maliciosos; su sonrisa cruel, engatusadora; su andar sereno. Parecía una bailarina endemoniada.
Y entre ellos había un mundo. Y a su alrededor ese mundo explotaba en cascadas de lava, torrentes de fuego, rayos y truenos, y paredes de roca ennegrecida que se elevaban cientos de metros en vertical, convirtiendo ese mundo en su mundo. En el mundo de las dos personas que se odiaban más que amaban cualquier cosa.
— ¿Qué te pasa, Caballero? ¿Tienes miedo?
El Caballero siguió quieto. Con la espada agarrada con fuerza en sus manos. Con los nudillos blancos. Esperando su oportunidad.
— Tu hijo no fue tan tímido, ¿sabes?
La Bruja disfrutaba. Notaba la calidez en su pecho que la desgarraba por dentro. Y disfrutaba sabiendo que su desgarro dulce era uno amargo en el pecho del Caballero.
— No te atrevas a hablar de mi hijo, Bruja.
La Bruja rio. Una carcajada rica que resonó por toda la gruta, ascendiendo por las paredes y jugando con el viento frío que descendía por ellas.
Una explosión de fuego atronador obligó al Caballero a apartarse de un salto. La ceniza y el humo ascendieron y una ráfaga se los llevó.
El Caballero tenía una mandíbula marcada. Tensa. Y un pelo cano que hablaba de mejores batallas.
La Bruja sonrió.
No pasaba nada, esta sería su última batalla mala. Y también su última batalla buena. Sería, en general, su último baile.
Y la Bruja danzó a su alrededor. Rodeando géiseres de fuego, dejando que el viento frío la acariciase, le presentase las cenizas que eran ya destino de su enemigo. Dejó que sus ropas la envolviesen, que se levantasen y ondulasen, que mostrasen su piel de hielo abrasador.
Y en todo ello el Caballero miró con odio. Sus ojos dos brillos castaños y cansados, que sin embargo parecían haber recuperado su juventud solo para este último baile. Un baile que juró no bailar nunca. Y que su amado hijo le había obligado a danzar.
Un destello de acero. Una nube de ceniza. Un aliento helado. Y el Caballero estaba donde la Bruja, y la Bruja a dos metros.
— Mmm… Sí… Me gustan los hombres con las ideas claras.
Y el acero volvió a brillar, a moverse veloz, a cortar el aire que aún llevaba su risa. Pero el filo no alcanzó carne, sino una lluvia de escarcha ardiente que lo rodeó y hendió el brazo mallado del Caballero.
Un susurro de frío en su piel.
Un ardor que se extendía desde su muñeca hasta su pecho.
La Bruja dio un paso al lado, deslizándose con una gracia insultante, acarició su hombro con un roce de dedos que lo hizo estremecer, y él sintió el beso de su escarcha hundirse en su carne.
Un fuego helado que convirtió su mundo en oscuridad.
Pero la oscuridad no era fría.
Era del color de la sangre más iracunda.
Y la sangre se hizo río cuando su espada cantó un suspiro en el muslo de la Bruja. Su carne tembló bajo el filo, su piel exhaló un aliento cálido, su sangre bramó contra el viento.
Un gemido sostenido, grave y sensual, surgió de la garganta de la Bruja.
Garganta de marfil descubierta.
El Caballero la miró, la vio, la quiso atravesar.
Y atacó.
Pero la Bruja fue más rápida. El acero rasgó el perfume helado, sin llegar a tocar su carne.
Un cuerpo con dos almas susurró en su oído.
— Touché.
Y la vida escarlata besó sus labios antes de caer por su mejilla.
El Caballero se giró, dolido, pero el crujir de sus ancianos huesos lo traicionó, y un mundo de fuego los separó por un instante.
La ceniza calló, pero ninguno de los dos estaba ya ahí. Cuatro metros más lejos, el canto del acero se imponía al bramar del viento. Una nube de cenizas convirtió la luz del rayo en movimiento ciego y el Caballero entró en la Bruja.
Una explosión de escarcha surgió de las cenizas, obligando al Caballero a retroceder a trompicones mientras un ser ensangrentado maldecía a su segunda alma.
Y ese alma clamaba por su padre, a quien había salvado de la muerte en ese instante de cenicienta negrura. Porque el Caballero sentía ahora el beso de la escarcha en su costado, dulce y mortal.
Pero sus ojos estaban fijos en el hermoso rostro de su enemiga, bañado en cenizas y sangre, hambriento de muerte, ebrio de risa.
Caballero y Bruja volvieron a chocar. Y la boca abierta en medio jadeo de una se encontró con la mirada decidida del otro, fija en sus ojos de tormenta, ansiosos por entrar en ella y acabar su danza.
La Bruja, fugaz, lo rodeó. El viento pasó entre ellos mientras unos dedos de frío ardiente acariciaban la anciana mejilla. La calidez siguió al contacto, y a esta unos ojos con una sola promesa.
— Morirás esta noche.
Y la risa se alzó, rebotando en las rocas. Cintas de noche brillando bajo la luz del relámpago, revelando piernas con vida que bajaba en torrentes por ellas, un costado con caminos de fuego, rastros del beso del Caballero en el pecho.
— Viviré esta noche. Viviré con tu alma en la mía.
La Bruja sintió la calidez de su amante. Sintió su amor pese a todo. Invadiendo su cuerpo, llenándola de una energía feroz que la impulsó contra el viejo bailarín.
Que esquivó su caricia.
Y por dos suspiros y una nota de viento que los separó no volvió a entrar en ella.
Porque quería sentirla de nuevo.
Quería hundirse en el frío de su carne, en su tacto de escarcha.
Quería sentirla sobre él, transformar su risa en un jadeo ahogado, notar su carne cediendo frente a su espada, su acero hundiéndose en un cuerpo sin fuerzas.
La carcajada de la Bruja volvió a llenar al mundo de su canto encantado.
— Mi dulce caballero, ¿es que no piensas rendirte? Tu hijo murió más feliz de lo que tú jamás has sido. ¿No te gustaría sentir eso?
No hubo palabras como respuesta. Solo un rugido feroz, una última llamada a las fuerzas de un cuerpo maltrecho. Solo el fuego del odio más puro gritando en las venas de un hombre acabado.
El Caballero se lanzó. Hacia delante. Hacia la Bruja. Sin pensar, sin esperar nada. Pues sabía que nada era lo que le aguardaba.
Una explosión de ceniza surgió del suelo y lo envolvió.
Oscuridad.
Un aliento frío.
Una caricia de escarcha.
— Dulces sueños— Susurraron unos labios de hielo en su oído.
Y una avalancha de fuego se abrió paso en sus entrañas. Lo consumió. Lo convirtió en un ser de agonía enfebrecida. Sus jugos, su sangre, un mundo de rojo manchado, todo él un grito espasmódico de agonía que se derramaba lentamente por donde el beso dejó su camino.
Y unos ojos que no se rendirían hasta ver cumplida la promesa que se hicieron.
La Bruja rio complacida, rio y rio hasta que el Caballero entró en ella.
Abrió un mundo en ella.
Un mundo de dolor, de sorpresa. Un mundo sin risa que atravesaba su corazón.
Y el alma de un amante se convirtió en el alma de un hijo que atravesaba un acero para unirse a quien lo vio venir al mundo una última vez.
La Bruja cayó, temblorosa, y sintió la espada atravesarla. Sintió su calidez serena llenarla. Sintió el beso de un hombre que había muerto antes de tocarla.
Un beso de muerte.
Un beso extático sin alma.
La bruja cayó contra el Caballero y suspiró. En su alma había risa, un joven baile que ansiaba repetirlo todo de nuevo, todo su encuentro.
Había en su odio algo tan puro que no podía existir amor entre ellos.
Y por eso murieron los dos como amantes.
Uno sobre el otro.
Entre fuegos.