El mundo espejo – Capítulo 2

Publicado 26/06/2025

Por Sanchete
Miembro desde June 2025

El autor era un  adulto  cuando se publica este artículo. Tenía 37 años.

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Capítulo 2: Equilibrio

 

«Papá y yo estábamos sentados en la mesa del comedor. Afuera llovía. No una tormenta furiosa, sino esa lluvia tranquila que resbala por los cristales y llena la casa de un murmullo constante. A mí me gustaba escucharla. Hacía que todo pareciera más pequeño, más cerrado, más seguro.

Entre nosotros, sobre la mesa de madera oscura, las fichas de dominó estaban desparramadas. Papá las movía con la punta de los dedos, alineándolas con una precisión meticulosa.

—El dominó es un juego de equilibrio, Eidan —dijo mientras repartía las fichas con calma, como si fueran algo más que simples piezas de juego—. Se trata de conectar. De encontrar el orden dentro del caos.

Yo no entendía mucho, pero asentí de todas formas. Observé las fichas en mi mano, intentando descifrar su lógica. Algunas tenían muchos puntos, otras pocos. No parecían seguir un patrón claro.

Entonces, entre todas esas piezas llenas de puntitos, algo llamó su atención.

Una ficha. Completamente blanca.

Eidan la tomó con cuidado, como si estuviera fuera de lugar en ese mar de piezas numeradas. La sostuvo en su pequeña mano y la giró entre sus dedos.

—Papá… ¿qué le pasa a esta ficha?

Él sonrió.

—¿Qué te parece?

Eidan frunció el ceño y miró el resto de las fichas sobre la mesa.

—No tiene puntitos… —frunció el ceño—. ¿Está mal?

Su padre soltó una pequeña risa y negó con la cabeza.

—No, no está rota. A veces, lo parece vacío tiene un propósito que aún no entendemos.

Eidan la tocó con la yema del dedo, todavía dudando.

—Entonces… ¿para qué sirve?

—Es equilibrio, hijo. No empuja ni frena. No se deja llevar por los extremos. Solo espera. Y cuando llega el momento adecuado… puede ser la ficha más importante de todas.

Parpadeé, observándola como si de repente escondiera un significado más profundo.

Papá me revolvió el pelo y volvió a alinear las fichas. Yo alargué la mano y tomé la ficha blanca entre los dedos. La sentí lisa, ligera. Inofensiva.»

 

 


 

 

¡AAHHH!

El grito de Eidan resonó en la sala, mezclándose con el sonido seco de su pierna impactando contra el costado de su oponente. La patada fue rápida, precisa, pero el otro bloqueó con el antebrazo, absorbiendo parte del golpe. Sin perder tiempo, Eidan giró sobre su eje y lanzó un segundo ataque, esta vez con el codo, obligando a su rival a retroceder.

Respiraba con intensidad, sintiendo el ardor en sus músculos. No había pausa, no había tregua. En el Kajukenbo, la clave era moverse, adaptarse, responder con brutalidad antes de que el otro tuviera oportunidad de atacar.

—¡Más rápido, Eidan! —rugió el instructor, caminando alrededor del tatami con los brazos cruzados—. Si te detienes, pierdes. ¡Sigue!

Eidan apretó los dientes y cargó de nuevo. No hay tiempo de pensar ni de analizar. En el Kajukenbo, los segundos de duda podían ser fatales. Su cuerpo lo sabía. Cada músculo, cada movimiento, era una respuesta automática. El sudor se mezclaba con la tierra del tatami, pero no importaba. La brutalidad del combate no se detenía por el cansancio. Ni por el dolor.

El instructor lo observaba con una mirada exigente, como siempre. Aquel hombre tenía la extraña habilidad de hacer que Eidan se sintiera constantemente incómodo, empujándolo más allá de sus límites.

Eidan adelantó su pierna izquierda y lanzó una patada lateral que chocó contra el abdomen de su oponente. La rodilla del hombre cedió ante el impacto. Pero él no se rindió. En un movimiento fluido, el hombre se levantó y contraatacó con una patada hacia su rostro. Eidan bloqueó con el brazo, sintiendo la vibración de la pierna al golpear su antebrazo.

No había tiempo para pensar en lo que venía después. Solo quedaba reaccionar.

¡Pum!

El puño de Eidan se conectó con el torso de su rival, el sonido del golpe resonando en el aire. Con rapidez, se movió hacia un costado, evitando que el otro pudiera atraparlo. El entrenamiento nunca terminaba. Si paraba, su mente podía divagar, y la divagación era su enemigo.

El instructor volvió a gritar:

—¡Más! ¡Más agresividad, Eidan! ¡Siente el combate!

El sudor le caía en los ojos, pero no los cerró. No podía permitírselo. La adrenalina, la furia que generaba el enfrentamiento, lo mantenía alerta. Cada golpe, cada contragolpe, eran como latidos del corazón, pulsando con la misma urgencia de la necesidad de sobrevivir. Una urgencia que, en el mundo espejo, nunca desaparecía.

Un rápido movimiento de su rival lo sorprendió, logrando enganchar su muñeca y llevándoselo al suelo. Por un momento, Eidan estuvo inmovilizado, el peso de su oponente aplastando su torso.

Pero nunca se rendiría.

¡NO!

Con un rápido giro de la cadera, Eidan liberó su muñeca y, en un segundo, clavó las rodillas en el abdomen del otro. En una fracción de segundo, el combate estaba de nuevo bajo su control.

¡BAM!

El rival se desplomó sobre el tatami, jadeando. El instructor no mostró emoción alguna. A Eidan no le importaba. Sabía lo que venía.

—¡Eso es! —dijo el instructor, señalando la victoria de Eidan, pero con una fría indiferencia. Era todo parte de un proceso, un camino sin fin, siempre buscando algo más. Algo mejor.

Eidan se levantó, respirando entrecortadamente. Su cuerpo estaba al límite, pero no era suficiente. Había algo dentro de él, una necesidad imperiosa, de ir más allá, de no conformarse. Había entrenado durante años, había luchado sin descanso, pero aún sentía que algo le faltaba.

Miró a su alrededor, al dojo vacío, con solo el sonido de sus respiraciones y el eco de su instructor en la lejanía.

A veces, el entrenamiento le recordaba el otro mundo. El espejo. Su lado oscuro.

Pero Eidan sabía que allí, en ese espacio entre el cansancio y el deseo de ganar, encontraba el único equilibrio que podía confiar: el control. El control era todo lo que le quedaba, la única forma de no perderse entre las sombras.

El instructor dio un paso al frente y le lanzó una mirada penetrante.

—Lo hiciste bien, Eidan. Pero recuerda… no es suficiente.

Eidan asintió, sin pronunciar palabra, y se retiró.

 

 


 

 

«No es suficiente.» La voz del entrenador aún retumbaba en su cabeza, seca y definitiva. Eidan caminaba con la mirada clavada en el suelo, sintiendo el ardor en sus músculos y el peso de la fatiga arrastrándole los pasos. Su camiseta todavía estaba húmeda de sudor, y cada respiración le recordaba el impacto de los golpes recibidos. 

No era nuevo para él. El dolor era parte del proceso. Pero esta vez, le carcomía algo peor. Eidan no podía sacarse de la cabeza la idea de que casi pierde el combate, algo que no podía permitirse.

Cerró los puños. Había cometido errores. Movimientos imprecisos, aperturas cuyo rival—un tipo que, para colmo, ni tan siquiera era de los mejores del dojo—había sabido aprovechar. No es suficiente. Si hubiera estado en el otro lado, si la pelea hubiera sido real…

Apretó los dientes. No quería terminar ese pensamiento. Soltó el aire lentamente, intentando calmar el nudo en su pecho. Mañana entrenaría más. Perfeccionaría cada golpe, cada movimiento. No podía dudar, no podía vacilar. No podía perder el equilibrio.

 

Eidan se plantó frente al restaurante “Ichika Ramen”. 

Frunció el ceño. No había luces, no había rastro de vida dentro del restaurante. Solo el cartel de “CERRADO” colgando en la puerta de cristal. Algo no cuadraba. Este sitio nunca cerraba a esta hora.

Se acercó un poco más, pegando la frente al vidrio para intentar ver algo en el interior. Sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la oscuridad, pero entonces… algo se movió.

Un reflejo. No. Una sombra.

Eidan dio un paso atrás, su corazón acelerándose sin que pudiera evitarlo. Algo—alguien—estaba dentro.

La silueta se deslizó en el interior del local, sin sonido, sin forma definida. No podía ver los rasgos, solo un contorno oscuro que se acercaba cada vez más a la puerta. Su cuerpo reaccionó antes que su mente, poniéndose en guardia de manera instintiva. Un escalofrío le recorrió la espalda. Las sombras no se mueven así en el mundo real.

El latido en sus sienes se hizo más fuerte.

La figura siguió avanzando, su forma distorsionada por la penumbra. Por un instante, Eidan sintió que su mundo se rompía en dos. Su mano rozó el bolsillo donde guardaba la ficha. Necesitaba comprobarlo.

Pero antes de que pudiera hacerlo, la sombra cruzó el umbral de luz de las farolas de la calle. Los contornos se definieron. La oscuridad se llenó de color.

Ichika.

El rostro curtido por los años, los cabellos recogidos en un moño bajo, el mismo delantal oscuro de siempre atado a su cintura. Caminaba con la misma calma que siempre la había caracterizado, como si las prisas fueran un mal hábito del que ella estaba libre.

Eidan exhaló despacio, obligándose a soltar la tensión en sus hombros.

La anciana sacó las llaves de su bolsillo y, con un movimiento seguro, giró la cerradura.

¿Vas a quedarte ahí temblando o vas a entrar? —dijo, sin mirarlo realmente, como si hubiera visto la escena muchas veces antes.

Eidan tragó saliva antes de cruzar la puerta.

—Perdona, hijo. Tuve que cerrar antes hoy, asuntos personalesdijo con una leve sonrisa, pero sin dar más detalles.

Eidan notó que las ollas de la cocina están limpias y guardadas, algo inusual a esta hora. Pero Ichika, con su calma de siempre, le dijo:

—No tengo ramen hoy, pero puedo ofrecerte algo de lo que sobró del almuerzo. Ven, siéntate en la barra.

Sin pronunciar palabra, Eidan se sentó en el mostrador, apoyando los antebrazos sobre la madera gastada. El local estaba en un silencio inusual, roto solo por el tenue zumbido de un ventilador en la cocina y el murmullo lejano de la calle más allá de la puerta cerrada.

Miró alrededor. Sin el bullicio de los clientes habituales, el restaurante parecía otro lugar. Las mesas estaban limpias, sin los típicos cuencos vacíos o los palillos descansando sobre los bordes. Los faroles de papel colgados del techo oscilaban apenas con la corriente de aire, proyectando sombras en las paredes.

Detrás de la barra, los estantes repletos de botellas reflejaban el resplandor tenue de las luces. Entre ellas, descansaban pequeñas figuras de porcelana, una hilera de maneki-neko con las patitas en alto y un par de muñecas kokeshi de mirada serena. En lugar del aroma del caldo flotando en el ambiente, se percibía un olor más tenue de la madera húmeda y el aceite que había sido apagado hace horas.

Ichika se movía con calma en la cocina, de la que Eidan, desde su asiento, tenía una vista parcial a través de la ventanilla abierta en la pared. El interior era estrecho, pero cada cosa tenía su lugar, organizada con la precisión de alguien que llevaba años trabajando entre esos fogones. Las ollas grandes estaban alineadas en la encimera de acero, algunas aún con restos de caldo en el fondo, los azulejos blancos, donde se veían algunas manchas antiguas, eran testigos de miles de platos preparados. Sobre un gancho junto a la pared, colgaban cucharones y espumaderas, balanceándose levemente cada vez que Ichika pasaba junto a ellos.

En un rincón, un pequeño fogón con una tetera negra que parecía estar ahí desde siempre, y a su lado, una tabla de cortar de madera mostraba las marcas de incontables cuchillos. El aroma de la comida recalentada comenzaba a flotar en el aire, mezclado con el del jengibre y el ajo que Ichika acababa de picar con movimientos meticulosos.

Eidan observaba el ir y venir de la mujer, escuchando el sonido rítmico del cuchillo contra la tabla, el susurro de una olla removiéndose y el crujir del envoltorio de papel en el que sacaba algo de comida para él.

Le sirvió un pequeño plato con arroz y algo de pescado. 

—Ten, come. Espero que te guste la caballa—dijo antes de retirarse de nuevo a la cocina.

Eidan aceptó sin quejarse. Removió el arroz con los palillos sin mucha convicción. No le entusiasmaba, pero no podía rechazarlo. Que Ichika le ofreciera algo, a pesar de todo, significaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.

La mujer terminó de secarse las manos con un paño y salió de la cocina, acercándose a la barra. Sin pedir permiso, tomó asiento a su lado, dejando un espacio justo para no invadir su territorio, pero lo suficientemente cerca como para hacer notar su presencia.

—Te he visto entrenar.

Eidan levantó la mirada, desconfiado. Ichika observaba la pared con una media sonrisa, sin parecer esperar respuesta.

—No soy de los mejores —dijo él, sin saber muy bien por qué.

—Puede ser. Pero entrenas como si te fuera la vida en ello.

Eidan no supo qué contestar. Un músculo en su mandíbula se tensó.

—¿Me equivoco? —preguntó Ichika, girando apenas el rostro hacia él.

Eidan apretó los palillos en su mano. Odiaba las preguntas directas.

—Solo quiero mejorar.

—Mm. Es un buen deseo.

Ichika apoyó los codos sobre la barra y se quedó en silencio un momento, como si estuviera decidiendo hasta dónde llevar la conversación.

—Hace años, solía ver a tu entrenador cuando él aún era un alumno.

Eidan abrió aún más los ojos.

—¿En serio?

—Era testarudo. Con mucho talento, pero sin paciencia. Le costó aprender que pelear no es solo cuestión de fuerza o técnica.

Eidan no estaba seguro de por qué, pero la idea de que su entrenador alguna vez fue alguien impaciente le resultaba difícil de imaginar.

—¿Cómo lo conoces?

Ichika sonrió con suavidad y se puso de pie, recogiendo un plato vacío de la barra.

—Digamos que he pasado suficiente tiempo cerca del dojo como para ver crecer a varias generaciones de luchadores.

Eidan la siguió con la mirada mientras ella regresaba a la cocina. No estaba seguro de qué pensar, pero una parte de él quería seguir preguntando. En contra de sus propios deseos, se mantuvo en silencio, con los palillos aún en la mano y la mirada fija en la barra. La idea de que Ichika tuviera algún tipo de conexión con el dojo le resultaba… extraña. Casi como si estuviera viendo una pieza de un rompecabezas que no sabía que existía.

Desde la cocina, el sonido del agua corriendo y el tintineo de los platos llenaban el espacio. Ichika parecía haber dado por terminada la conversación, pero Eidan aún sentía el peso de sus palabras.

Finalmente, carraspeó.

—¿Y qué pasó con él? Con mi entrenador. ¿Cómo dejó de ser impaciente?

Ichika asomó la cabeza desde la cocina con una sonrisa casi divertida.

—Se golpeó contra la realidad lo suficiente como para aprender a esperar.

Eidan bufó por la nariz, aunque no estaba seguro de si por diversión o incredulidad.

—Eso no suena como una gran lección.

—Depende de cómo lo veas. Algunos solo aprenden cuando el mundo los obliga.

Eidan bajó la mirada hacia su arroz. Algo en esas palabras le caló más hondo de lo que quería admitir.

—Tú también te vas a golpear contra la realidad, tarde o temprano —continuó Ichika, regresando a limpiar la encimera—. La diferencia es si aprendes antes o después de que te derriben.

Eidan tamborileó los dedos sobre la barra.

—¿Y si no quiero caer?

Ichika dejó el paño sobre el fregadero y se apoyó con calma en la encimera, observándolo.

—Entonces tendrás que encontrar tu propio equilibrio antes de que te lo arrebaten.

Los ojos de Ichika se posaron en Eidan con una calma profunda, pero afilada. No era una mirada inquisitiva ni dura, pero tampoco indulgente. Era la clase de mirada que había visto demasiado, que entendía sin necesidad de preguntar. Sus pupilas, oscuras como el té fuerte, brillaban con un matiz de certeza, como si ya supiera la respuesta antes de que él pudiera formular la pregunta. No lo juzgaba, pero tampoco le ofrecía consuelo fácil. Solo esperaba, dejando que sus palabras calaran por sí solas, sin urgencia, sin presión… porque sabía que, tarde o temprano, Eidan tendría que enfrentarse a esa verdad.

Eidan no supo qué responder. Se limitó a comer en silencio, sintiendo que, por primera vez en mucho tiempo, alguien le había dicho algo que no podía simplemente ignorar.

 






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