Odio a mis putos vecinos

Publicado 26/09/2025

Por Victor
Miembro desde September 2025

El autor era un  adulto  cuando se publica este artículo. Tenía 38 años.

1 artículo publicado

Cuando la paz se convierte en un lujo, la guerra es la única respuesta.

Taladro

Rubén, de 35 años, había trabajado incansablemente para llegar a este momento. Tras años trabajando de falso autónomo como psicólogo, siendo engañado, recibiendo un ridículo porcentaje de cada paciente y trabajando interminables horas, finalmente había comprado su propio refugio: un apartamento en pleno casco antiguo de Cádiz.

El edificio, de apenas cuatro plantas con un solo vecino en cada una, se escondía entre callejones angostos y empedrados que olían a salitre y lejía. Desde el salón, Rubén podía ver, entre azoteas y tendederos, cómo el sol descendía sobre el Atlántico y los barcos desaparecían en el horizonte, tiñendo el cielo de un rojo abrasador. Aquella imagen, mezcla de historia, humedad y silencio, le prometía paz tras años de caos.

Los primeros días en su nuevo hogar fueron una bendición. El silencio no solo era terapéutico, era una droga que había estado buscando durante años. Pocos vecinos subían o bajaban por las escaleras, y los que lo hacían se movían con una discreción casi reverencial. En su mente, Rubén ya se veía viviendo una existencia pulcra y ordenada, sin sobresaltos, sin gritos, sin ruidos imprevistos. Solo él, su café y la catedral teñida de rojo al atardecer. La vida que merecía. Durante un mes entero, esa calma reinó.

Pero la calma, como todo en la vida, no duraría para siempre.

El infierno comenzó una mañana cualquiera. A las seis en punto, un sonido perforó el aire como un disparo. Rubén despertó de golpe, con su cerebro aún atrapado en la inercia del sueño. Un taladro vibraba contra las paredes, retumbando en su cráneo como si estuviera dentro de su propia cabeza. Intentó ignorarlo, tapándose los oídos con la almohada. Contó hasta diez, hasta cincuenta. Pero el ruido no cesaba. Cambiaba de ritmo, de intensidad, como si alguien estuviera perforando su paciencia centímetro a centímetro.

A las ocho, cuando su despertador sonó, Rubén ya estaba despierto desde hacía dos horas, con las sienes palpitando de rabia. Se sentó en la cama, apoyó la cabeza en las manos y dejó escapar un suspiro.

Se levantó con pesadez, acumulando una mezcla de cansancio y frustración. La jornada en el trabajo fue un calvario; su mente divagaba entre el ruido constante de la mañana y la sensación de que no había podido ayudar como era debido a sus pacientes. A las tres de la tarde volvió a casa, con la esperanza de encontrar el silencio que tanto necesitaba.

A media tarde, el taladro dejó de sonar, pero el alivio duró apenas unos minutos. Luego, un rasgueo desafinado emergió desde el piso de arriba, como una gata en celo. No era música, era una tortura. Un intento de melodía que moría antes de nacer, una sucesión de notas erráticas que se repetían sin sentido, un intento patético de tocar indie. Rubén cerró los ojos y presionó los puños contra las sienes. No podía más.

Subió las escaleras hasta el tercer piso, donde habían llegado los nuevos vecinos apenas unos días atrás, con el pulso acelerado, cada paso era un latido de furia contenida. Su enfado se mezclaba con un intento de mantener la calma; confiaba en que una conversación civilizada podría resolver el problema.

Rubén exhaló antes de tocar el timbre, intentando calmarse. No quería parecer el vecino histérico quejándose por todo. Solo quería dormir. Solo quería un poco de respeto. Cuando la puerta se abrió, sonrió con esfuerzo y habló con el tono más amable que pudo. — Hola, soy Rubén, el vecino de abajo.

Laura ladeó la cabeza, observándolo con una expresión que no era ni amistosa ni hostil, sino una mezcla extraña de indiferencia y curiosidad. Pero antes de que pudiera responder, Sergio apareció detrás de ella con la misma actitud de un tipo que está a punto de decirte que le debes dinero. Llevaba una gorra hacia delante y gafas de sol, incluso dentro del apartamento.

—¿Qué pasa, colega? —dijo, apartando a Laura, su pareja, con un gesto autoritario, como marcando territorio frente a ella y Rubén.

Rubén respiró hondo antes de hablar.

—Hola, soy Rubén, del segundo piso —repitió. Solo quería presentarme, y… bueno, comentar una cosilla. Hoy ha sido un día un poco ruidoso, con el taladro esta mañana y la música esta tarde… Se oye bastante abajo, y la verdad es que es complicado descansar así.

El hombre, que se presentó como Sergio, soltó una risa breve, cargada de indiferencia, y se encogió de hombros, como si las palabras de Rubén apenas le rozaran.

—Lo siento, tío. Estábamos arreglando unas cosas, no nos dimos cuenta de la hora.

—Ni de la música, por lo que veo —añadió Rubén, intentando no alzar la voz—. También se oyen pisotones, y el parquet amplifica todo.

—¡Ah, sí! Este parquet es una mierda —dijo Sergio, riendo otra vez—. Intentaremos tener cuidado.

Pero sus palabras sonaban huecas, sin una pizca de intención real. La mujer, Laura, permaneció en silencio, sus ojos vagando de Rubén a Sergio como si observara un espectáculo menor. Su media sonrisa, apenas perceptible, tenía algo perturbador, casi burlón. Rubén sintió que algo no encajaba, pero decidió no prolongar la conversación.

—Gracias —dijo simplemente, y se dio la vuelta para regresar a su piso.

Esa noche, mientras intentaba dormir, los pasos retumbaban sobre su techo con la cadencia de una marcha militar. Cerró los ojos, apretando los dientes, pero no pudo evitar que el ruido se colara en su mente. Era como si el sonido no solo llenara el espacio, sino también invadiera su propio ser.

Esto apenas acaba de empezar, pensó, antes de dar otra vuelta en la cama, incapaz de encontrar descanso.

Esa noche, mientras intentaba conciliar el sueño, oyó risas desde el piso de arriba. A través de las paredes y el silencio de la noche, distinguió claramente a Sergio burlándose: —Ese del segundo está tan amargado que seguro nos oye ahora. Laura sonrió con suficiencia. — Pobre tipo. Seguro que escribe un diario sobre nosotros. ¿Te imaginas? Querido diario, hoy mis vecinos volvieron a respirar demasiado fuerte. Las palabras se le clavaron como puñales.

Remitente y destinatario

El ruido se había convertido en una constante opresiva. Durante las semanas que siguieron a la mudanza de Sergio y Laura al tercer piso, Rubén apenas había encontrado un momento de paz. El ruido era una tortura constante, como un martilleo interminable sobre su paciencia. Las tardes eran un infierno de rasgueos torpes y chirriantes, como si Sergio torturara las cuerdas de su guitarra sin piedad, y para colmo, Laura cantaba junto a él. Su voz, desafinada y descompasada, lograba ser aún más irritante que la guitarra. Lo peor era la evidente convicción de ambos de que lo hacían bien, como si sus vibraciones fueran una obra de arte incomprendida.

Rubén intentó racionalizarlo al principio: Son nuevos, ya se calmarán cuando terminen de instalarse. Pero la realidad lo golpeaba cada día con más fuerza. Un sábado, tras una semana especialmente agotadora, decidió dedicar el día a descansar. Sin embargo, sus planes se esfumaron a las 7:00 de la mañana, antes de incluso haberse levantado de la cama, cuando un ruido seco lo sacó de un sueño ligero. Era el estruendo de muebles arrastrándose por el suelo en el piso de arriba. Intentó cubrirse la cabeza con la almohada, pero los golpes seguían, interrumpidos solo por risas y comentarios distantes.

Agotado y frustrado, se levantó. Cada paso hacia la cocina estaba cargado de una rabia que le nublaba la mente. Mientras preparaba un café, se repitió a sí mismo que no valía la pena enfrentarse a ellos en ese momento. Estoy demasiado alterado, pensó, aunque notó cómo sus manos temblaban al sujetar la taza.

Se vistió rápidamente y decidió salir a caminar por la playa. Quizás el aire fresco del mar lograra calmarlo. Caminó por el paseo marítimo durante una hora, tratando de desconectarse de la frustración acumulada. Pero al llegar al extremo de la playa, el destino pareció burlarse de él.

Sergio estaba allí, sentado sobre una roca, fumándose un porro con la misma despreocupación con la que arruinaba sus noches. Gorra, gafas de sol y una sonrisa fácil, casi burlona, mientras hablaba por teléfono, exhalando el humo con una lentitud exasperante. Como si el mundo le perteneciera. Como si la paz fuera solo para él.

Rubén lo observó desde la distancia, sintiendo cómo la ira le subía por el estómago como un veneno espeso. Lo había despertado para eso. Para fumarse un puto porro. Para reírse al sol mientras él arrastraba ojeras y un cansancio que le calaba hasta los huesos. El muy desgraciado no tenía ninguna preocupación en la vida, más que decidir cómo colocarse la gorra y las gafas de sol. Menudo cabrón. La imagen era un insulto. Él, que solo pedía un poco de silencio, al borde de perder la cordura. Y Sergio ahí, flotando en su nube de THC, disfrutando del mundo como si nunca hubiera jodido a nadie.

Su primer impulso fue encararlo, gritarle, hacerle entender con un puñetazo lo que sus palabras no habían logrado. Pero se contuvo. Cerró los ojos, apretó los puños y obligó a sus piernas a moverse en la dirección opuesta. No ahora. No todavía. Pero algún día.

De vuelta en su piso, Rubén se sentó frente a su escritorio, apretando los puños contra las piernas. Si hablar no funciona, tal vez una carta lo haga, pensó. Sacó papel y bolígrafo y comenzó a escribir, dejando que la rabia se transformara en palabras que parecieran asertivas.

Hola, vecinos:

Soy Rubén, del segundo piso. Llevo semanas sin poder descansar bien por los ruidos que vienen de vuestro piso: pisadas fuertes, muebles arrastrados, la guitarra y los cantes. Entiendo que tengáis derecho a disfrutar de vuestro piso, pero me está afectando muchísimo. Os pediría por favor que intentéis reducir los ruidos, sobre todo por las mañanas temprano y durante la siesta. Seguro que podemos convivir de manera más tranquila.

Gracias, Rubén.

Leyó la carta una y otra vez, buscando el tono perfecto entre la familiaridad, firmeza y educación. Cuando estuvo satisfecho, la dobló cuidadosamente y subió al tercer piso. Con el corazón latiéndole en los oídos, deslizó la carta por debajo de la puerta de Sergio y Laura. Al bajar las escaleras, una sensación de alivio temporal lo invadió. Tal vez esto sea suficiente, se dijo.

Pero no fue así.

Los días siguientes fueron un calvario. No solo los ruidos no disminuyeron, sino que parecían intensificarse. Rubén empezó a obsesionarse con cada sonido, con cada alteración en el silencio. Por las noches, mientras daba vueltas en la cama, los golpes secos en el techo se entrelazaban con sus pensamientos, como un metrónomo del insomnio. Lo hacen a propósito, pensaba, mientras sus dientes rechinaban en la oscuridad.

Un martes por la tarde, intentó relajarse en el sofá viendo la televisión, pero la guitarra sonaba al compás de unos pisotones que intentaban marcar el ritmo, resonando tan alto que tuvo que subir el volumen al máximo. Apenas pasaron unos minutos antes de que apretara el mando a distancia con fuerza y apagara el televisor de golpe. —No puedo más —murmuró entre dientes, con la mandíbula apretada.

Se levantó de un salto y comenzó a pasearse por el salón como un animal enjaulado. Cada ruido desde el piso de arriba era como una cuchillada directa a su paciencia. La imagen de Sergio en la playa, despreocupado, regresó a su mente, encendiendo una chispa de odio que lo estremeció. No podía soportar la idea de que alguien pudiera ser tan egoísta.

Esa noche, mientras yacía despierto en su cama, las palabras de la carta resonaron en su mente. Seguro que podemos convivir de manera más tranquila. La frase le pareció ridícula ahora. La convivencia era algo que Sergio y Laura no entendían. Era evidente que no habían leído la carta, o peor, que la habían leído y decidido ignorarla deliberadamente.

Con los ojos abiertos en la penumbra, Rubén sintió algo cambiar dentro de él. Ya no era solo frustración. Era algo más oscuro, más profundo. Una necesidad visceral de recuperar el control, de hacerles entender que él también podía luchar.

Se incorporó en la cama y miró hacia el techo, donde los pasos seguían resonando como si fueran burla tras burla. Esto no se va a quedar así, pensó, con una determinación que le heló la sangre. Por primera vez en semanas, una sonrisa amarga se dibujó en su rostro.

El silencio que tanto anhelaba estaba lejos de llegar.

La comunidad

Tras la carta ignorada y semanas de tortura sonora, Rubén se encontraba al borde del colapso. Hasta cuando lograba escapar de casa, los ecos de aquel caos parecían seguirlo. No dormía bien, pasar las noches en vela ya era algo habitual: siestas interrumpidas, sobresaltos, ansiedad, estrés… Apenas podía concentrarse en el trabajo, y comenzaba a perder el control de su paciencia.

Una mañana, después de un episodio especialmente agotador en el que los ruidos habían comenzado a las cinco de la mañana, decidió que ya era hora de buscar refuerzos. Aunque nunca había sido cercano a sus vecinos, confió en que María, la presidenta de la comunidad, podría ayudarlo. Por las pocas conversaciones que había mantenido con ella en el rellano de las escaleras parecía que era sencilla, directa y resolutiva. Si alguien podía imponer algo de orden, era ella.

Subió al cuarto piso esa misma tarde. María le abrió la puerta con su característico aire calmado. Era una mujer de mediana edad, con el cabello moreno y suelto y un porte impecable. Detrás de ella, el apartamento lucía tan ordenado y luminoso que contrastaba brutalmente con el caos que Rubén sentía en su vida.

—¡Rubén! ¿Todo bien? —preguntó con una sonrisa cordial.

—Hola, María. Necesito hablar contigo sobre un problema… los vecinos del tercero —continuó Rubén, su voz cargada de frustración—. No puedo más con los ruidos. He intentado hablar con ellos y hasta les dejé una carta, pero nada ha cambiado.

María lo invitó a pasar. Rubén se sentó en una silla blanca de diseño minimalista mientras María lo escuchaba con atención. Su expresión de preocupación le dio un destello de esperanza.

—Esto no puede seguir así. Nadie debería vivir en esas condiciones —dijo María, con un tono decidido que tranquilizó a Rubén—. Voy a hablar con ellos. No te preocupes, vamos a arreglar esto.

Por primera vez en semanas, Rubén sintió algo de alivio. María parecía realmente interesada en ayudar. Se despidió agradeciéndole su intervención y bajó a su piso con una sensación de renovada esperanza. Pero esa esperanza duraría poco.

Días después, los ruidos no solo no habían cesado, sino que habían aumentado. Cada golpe en el techo, cada mueble arrastrado con desgana, cada sacudida abrupta de la persiana, cada portazo seco y cada acorde destartalado se intensificaban hasta volverse insoportables. Rubén, incapaz de soportar más, subió de nuevo al cuarto piso para hablar con María.

Cuando ella le abrió, la sonrisa de bienvenida había sido reemplazada por una expresión tensa.

—Hola, Rubén… ¿Qué tal? —dijo, casi con desgana.

—María, perdona que vuelva a molestarte, pero no ha cambiado nada. Los ruidos continúan. ¿Hablaste con ellos? —preguntó Rubén, tratando de mantener la calma.

María evitó mirarlo a los ojos y respondió con un tono que empezó a desconcertarlo.

—Claro que hablé con ellos. Me dijeron que están intentando ser más cuidadosos. Pero, bueno… ¿No crees que quizás estás exagerando un poco?

Rubén sintió un latigazo de indignación. La palabra “exagerando” le golpeó como una burla.

—¡Exagerando! —exclamó, perdiendo el control de su tono—. María, me despiertan a las seis de la mañana moviendo muebles y pisoteando como si fuera un campo de batalla. Esto no es exageración, es una tortura.

María suspiró, intentando mantener la calma.

—Mira, Rubén, ellos también tienen derecho a disfrutar de su casa. Ya les dije que intentaran ser más cuidadosos, pero no puedo hacer más. Además, vivimos en un edificio. Siempre habrá ruidos.

Rubén se quedó inmóvil, procesando sus palabras. Era evidente que María había decidido ponerse del lado de Sergio y Laura. Tal vez por amistad, tal vez por conveniencia. Pero, en ese momento, un recuerdo asaltó su mente. Una tarde, al regresar del trabajo, vio a Laura en el rellano hablando con María. Ella le decía, con una sonrisa algo forzada: —Gracias por el favor. Sergio estaba a su lado, asintiendo y sonriendo levemente. María había soltado una pequeña risa mientras respondía: —No hay problema, para eso estamos. En aquel momento, la escena le pareció intrascendente, una conversación más entre vecinos. Pero ahora, esa imagen se le presentaba bajo una nueva luz, cargada de significados que no había valorado.

¿Había María hecho algún trato con ellos? ¿Se había puesto de su lado para que no la molestaran a ella también? La duda se clavó en su mente como un aguijón.

Regresó a su apartamento con el corazón acelerado y las manos temblorosas. Intentó distraerse, pero los vecinos volvieron a invadir su espacio. Incluso los ladridos del perro de la pareja de ancianos del primer piso, que hasta entonces habían pasado desapercibidos, comenzaron a parecer un ataque directo.

Encendió la tele sin pensar, solo para ahogar el ruido de su propia mente. En pantalla, un rótulo decía: «RSN-404 | ÚLTIMA HORA».

—En el panorama literario, se ha publicado un nuevo libro titulado Déjate de cuentos, aquí hay historias, una recopilación de relatos que exploran los límites de la paciencia humana y la fragilidad de la convivencia.

Rubén parpadeó, con el control remoto en la mano.

—Su autor describe la obra como una colección de momentos que se quiebran en el último segundo, como un vaso que soporta presión hasta que se rompe de golpe —continuó la periodista—. Críticos destacan su capacidad para capturar la tensión contenida en la vida cotidiana, convirtiendo lo ordinario en una bomba de tiempo.

Un zumbido en su cabeza se intensificó. Era como si estuvieran describiendo su propia vida, como si su historia ya estuviera escrita.

Apagó la tele con un chasquido seco.

Aquella noche, mientras intentaba dormir, Rubén llegó a una conclusión: estaba completamente solo en esa lucha. Nadie en el edificio iba a ayudarlo. Ni María, ni los del primero, ni nadie. Todos parecían formar parte de una cómplice indiferencia que lo empujaba hacia el borde de la desesperación.

Y en medio de esa soledad, algo comenzó a cambiar dentro de él. Una chispa oscura, una necesidad de tomar el control, de devolverles a todos el sufrimiento que había soportado. Ya no se trataba solo de buscar silencio; se trataba de algo más profundo, algo que empezaba a consumirlo desde dentro.

Rubén se incorporó en la cama, mirando fijamente al techo donde el techo seguía retumbando como si Goliat viviera entre esas cuatro paredes de arriba y estuviera haciendo burpees.

—Si ellos quieren guerra, guerra tendrán —murmuró, con una voz tan baja que ni siquiera él se reconoció.

La presidenta, los vecinos del tercero y el del primero, todos ellos habían convertido su refugio soñado en una cárcel. Ahora era su turno de devolver el golpe. Por primera vez en semanas, una sonrisa amarga se dibujó en su rostro.

La guerra había comenzado.

Némesis

Rubén se encontraba al borde del abismo emocional. Todo lo que había intentado para recuperar un poco de paz en su hogar había fallado. La carta que escribió, las quejas con María, la presidenta de la comunidad, y sus esfuerzos por mantener la calma habían sido en vano. Los ruidos del tercer piso y el ladrido del perro del primer piso se habían convertido en una sinfonía caótica que le atormentaba a diario. No podía escapar ni un solo instante. El piso que había comprado con tanta ilusión, que había visto como su refugio, ahora era su prisión.

Últimamente, Rubén se sorprendía olvidando cosas simples: dónde había dejado las llaves, si había apagado la cafetera. Se encontraba hablando solo dando paseos por el salón, riendo sin darse cuenta. Un día, descubrió que había pasado más de una hora mirando fijamente la pared, con el ceño fruncido, sin recordar en qué había estado pensando. Al mirarse al espejo, sus ojos reflejaban una mezcla de cansancio y algo más… algo que no podía identificar, pero que empezaba a preocuparle.

Con una sensación de frialdad calculada que hasta entonces no había experimentado, Rubén comenzó a planear su contraataque. Lo primero fue tomar el control del espacio que había perdido. Instaló aplicaciones en su móvil para medir decibelios, anotó patrones de ruidos, y cada vez que los golpes o la guitarra resonaban, registraba la hora y la intensidad. Pero esto no era para denunciar. Era para preparar un plan mucho más elaborado.

A la mañana siguiente, Rubén visitó una tienda de electrónica y compró un altavoz de alta potencia. El vendedor, que intentó convencerlo de que ese modelo era ideal para fiestas, no podía imaginar el uso que le daría. Esa misma tarde, Rubén instaló el altavoz justo bajo el dormitorio de Sergio y Laura. Pero no quería empezar aún. Sabía que la planificación podía ser un arma más eficaz que el ataque directo.

Así que trazó un horario preciso:: cada madrugada, entre las 3:00 y las 5:00, una combinación aleatoria de sonidos empezaría a atormentar a Sergio y Laura.

Pero no se trataba solo de ruidos normales. Oh, no. Había perfeccionado el arte del caos. Dulces y sutiles crujidos de madera a las 3:15, como si el edificio gimiera bajo un peso invisible. Pasos suaves, como si alguien caminara descalzo en su salón a las 3:47. Un gemido bajo a las 4:22, apenas perceptible, pero lo suficiente para poner los pelos de punta. A las 4:45, un susurro breve y distorsionado, que sonaba casi humano, casi familiar.

Lo mejor era la aleatoriedad. No siempre sonaban todos, y no siempre en el mismo orden. Quería que Sergio y Laura se preguntaran si lo que escuchaban era real o producto de su propia paranoia. Quería sembrar la duda, el miedo. Y estaba funcionando.

La primera noche, Sergio pensó que era una coincidencia. La segunda, empezó a incomodarse. La tercera, ya no pudo ignorarlo.

A las tres de la madrugada, una vibración leve recorrió las paredes del apartamento. No era un golpe fuerte, sino un murmullo sordo, casi hipnótico, como si algo se moviera en la oscuridad. A las 3:47, un crujido surgió de la nada, breve pero suficiente para erizar la piel. A las 4:22, un leve susurro pareció deslizarse por los rincones.

Sergio despertó sobresaltado, con la sensación de que algo estaba fuera de lugar. Se incorporó en la cama, con la respiración entrecortada.

—Laura, ¿has oído eso?

Ella se removió, molesta.

—Vuelve a dormir, estás paranoico.

Pero Sergio no podía dormir. Se levantó, recorrió el piso en la oscuridad, sintiéndose observado. Rubén, un piso más abajo, sonrió en la penumbra.

Una semana después, la tensión en el edificio era palpable. Sergio había empezado a golpear el suelo con fuerza, y Laura había dejado de cantar.

Poco después, María convocó una reunión de vecinos para tratar los problemas en el edificio. Según explicó en una nota deslizada por debajo de las puertas, varios residentes habían solicitado abordar las quejas por los ruidos. Rubén, sin embargo, decidió no asistir. En lugar de eso, pegó su oído a la ventana del dormitorio, que daba a la puerta del bloque donde tuvo lugar la reunión y donde podía escuchar más o menos todo lo que se decía.

Los vecinos hablaban en voz baja, pero la voz de Sergio se alzó entre las demás:

—Ese tío está loco. Ahora hace cosas raras en mitad de la noche. ¡Nos está acosando!

—No exageres, Sergio —dijo María, aunque su tono era conciliador—. Rubén está molesto ya que esto comenzó por los ruidos de vuestro piso.

—¿Molesto? —respondió Sergio, con un deje de burla—. Si quiere hablar, que lo haga como un adulto. Esto no puede seguir así.

Laura guardó silencio, pero Rubén imaginó su expresión de fastidio. Cerró los ojos y sonrió para sí mismo, satisfecho de que su plan estuviera sembrando discordia incluso fuera de su alcance.

Esa noche, Rubén decidió dar un paso más. Preparó una lista de sonidos perturbadores: cristales rompiéndose, risas distorsionadas y sonidos de películas de terror. Programó una secuencia que se activaría al azar durante la madrugada. El primer sonido resonó a las 3:15 a.m., seguido de risas inquietantes a las 4:00. Sergio golpeó el suelo con fuerza, pero no obtuvo respuesta.

Al día siguiente, Rubén se encontró con Sergio en las escaleras. Este lo miró con los ojos hinchados, visiblemente agotado. Por primera vez, Rubén notó una chispa de duda en su arrogancia habitual.

—Tío, no sé qué está pasando, pero esto no puede seguir así —dijo Sergio, con un tono que intentaba sonar conciliador pero que estaba cargado de frustración.

Rubén lo miró con una calma escalofriante.

—Tienes razón. Esto no puede seguir así —respondió, antes de continuar bajando las escaleras sin decir una palabra más.

Esa noche, Sergio bajó a golpear la puerta de Rubén, furioso. La puerta se abrió lentamente, y Rubén lo recibió con una mirada vacía.

—¡Estás loco! —gritó Sergio, con los ojos inyectados en sangre—. ¿Te crees que no me he dado cuenta de que lo haces a propósito?

Rubén lo miró en silencio. Luego, con una lentitud calculada, sacó su teléfono y lo desbloqueó.  Abrió una aplicación y giró la pantalla hacia Sergio. Ahí estaban los registros: cada sonido que había reproducido, cada intervalo de tiempo, cada decibelio medido con precisión casi quirúrgica. Sergio sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—Tío… —murmuró, retrocediendo—. Estás enfermo. Rubén inclinó la cabeza y sonrió. —No, Sergio. Estoy ajustando cuentas.

Yesca

Rubén había llegado al límite. La mezcla de frustración, humillación y agotamiento lo había transformado en una sombra de sí mismo, pero una sombra peligrosa, con una claridad inquietante sobre lo que debía hacer. Había intentado resolver las cosas de manera pacífica, pero la indiferencia de sus vecinos y la complicidad de María lo habían empujado al borde de la locura. Ahora, solo había una salida.

Aquella noche, decidió actuar. Redactó una nota que, para los ojos de Sergio y Laura, sonaría como una rendición:

Perdonad por todo. Creo que hemos llevado esto demasiado lejos. No quiero más problemas. ¿Podemos hablar y arreglar esto? Estoy dispuesto a olvidar lo sucedido.

Con una calma calculada, deslizó el papel bajo la puerta del tercer piso y regresó a su apartamento.

A mediodía, Sergio tocó a su puerta. Rubén abrió con una expresión abatida, cuidadosamente ensayada.

—Tío, mira, si quieres arreglar esto, mejor para todos —dijo Sergio, con ese tono condescendiente que había aprendido a odiar.

—Claro —respondió Rubén, dejando entrever una sonrisa cansada—. Esto se ha salido de control. Entra, hablamos y solucionamos esto de una vez.

Sergio, confiado, aceptó la invitación. Se sentó en el sofá, mientras Rubén desaparecía brevemente en la cocina para traer dos cervezas. El apartamento estaba extrañamente silencioso. Demasiado.

—Sabes —dijo Rubén mientras colocaba las cervezas sobre la mesa—, siempre he pensado que la tranquilidad es algo que damos por sentado. Solo la valoramos cuando la perdemos.

Sergio rio, incómodo, dando un sorbo a su cerveza.

—Bueno, tío, es que vivir en un edificio tiene sus cosas. A veces hay ruidos, pero no es para tanto, ¿no?

Rubén lo miró fijamente, su sonrisa desvaneciéndose.

—¿No es para tanto? Claro. Pero dime algo, Sergio, ¿alguna vez has sentido que alguien te roba la paz poco a poco? No de golpe, no. Lentamente, como si te arrancaran trozos de tu cordura.

El ambiente se tensó. Sergio dejó la cerveza sobre la mesa, observando a Rubén con una mezcla de nerviosismo y desconfianza.

—Tío, mira, si esto es para discutir otra vez, mejor lo dejamos aquí. Laura me está esperando arriba.

—Laura… —murmuró Rubén, inclinándose hacia él—. La que cantaba mientras tú destrozabas mi tranquilidad con esa guitarra. La que ignoró cada una de mis quejas. Claro, Laura…

Sergio cambió su expresión. Ya no estaba nervioso; su tono se volvió más desafiante.

—¿Sabes qué, tío? Si no te gusta, te jodes. Esto es un edificio, no un monasterio. ¿Te molesta? Pues pon música, haz ruido. Ah, no, espera, eso ya lo has intentado, ¿no? Y aun así nos pides perdón.

Rubén sintió cómo la rabia se desbordaba. En un movimiento brusco, agarró a Sergio por la camisa y lo empujó contra la pared con fuerza. El impacto fue brutal, y Sergio soltó un gruñido de dolor.

—¡Suéltame, loco de mierda! —gritó Sergio, intentando zafarse.

—¿Loco? —respondió Rubén, acercando su rostro al de Sergio—. Tú no tienes ni idea de lo que significa estar loco.

Sergio lo soltó con un empujón, haciendo que Rubén cayera al suelo. En ese momento, Rubén se levantó y se dirigió hacia la cocina, una idea descabellada cruzó su mente. Caminó con determinación hacia el calentador de gas, arrancó la goma y abrió el grifo, dejando que el gas comenzara a fluir.

—¡Qué coño haces! —gritó Sergio, siguiéndolo con nerviosismo.

Rubén cerró los ojos un instante, permitiendo que el eco de los ruidos y las risas se mezclaran con sus pensamientos. Su mente le mostraba imágenes de cada noche sin dormir, cada burla y cada momento en que su carta fue ignorada. Esto se acaba aquí, pensó, con una calma que no reconoció como suya.

Cogió un mechero de la encimera y lo levantó frente a Sergio.

—A veces, Sergio, el silencio solo llega con ruido.

Sergio se abalanzó sobre Rubén, intentando arrebatarle el mechero, pero Rubén lo esquivó con una fuerza que ni él sabía que tenía. En el forcejeo, Rubén empujó a Sergio con toda su fuerza, haciéndolo estamparse contra el frigorífico. Sergio cayó al suelo, aturdido, mientras Rubén encendía el mechero y lo dejaba caer.

Una explosión ensordecedora sacudió el apartamento, haciendo que las ventanas estallaran en mil pedazos. Rubén fue arrojado contra la pared, perdiendo la vida al instante, envuelto en las llamas. Sergio, aún consciente pero sin poder moverse, observó cómo el fuego comenzaba a consumir todo a su alrededor. Tras unos instantes de caos sin poder reaccionar, escuchó un golpe en la puerta: Laura, que gritaba desesperada.

—¡Sergio! ¡Abre! ¡Sergio!

Sergio se arrastró hacia la puerta, guiado por los golpes desesperados de Laura.

—¡Laura, no! ¡Sal de aquí! —Su voz era un susurro débil, apagado por el humo y la falta de oxígeno.

Laura, tambaleándose en las escaleras y envuelta por el humo que subía por el pasillo, no se detuvo. Golpeó la puerta con todas sus fuerzas, ignorando el calor que empezaba a quemarle las manos.

—¡Sergio, abre! ¡Por favor, abre la maldita puerta!

Desde dentro, Sergio se levantó con dificultad. El aire era irrespirable, y cada paso lo acercaba más al límite de sus fuerzas. Cuando finalmente alcanzó la puerta, apoyó las manos contra la madera, pero antes de girar el pomo, un crujido estremecedor lo hizo detenerse. Miró hacia arriba y vio cómo el techo comenzaba a ceder.

—¡Laura, sal de aquí! —gritó con desesperación—. ¡El techo se va a caer!

Pero Laura no se movió. Siguió golpeando la puerta con sus puños, con lágrimas surcando su rostro ennegrecido por el humo.

—¡No te dejaré aquí! —gritó, desesperada.

En ese instante, con un estruendo ensordecedor, el techo del apartamento cedió. Una sección completa de la estructura en llamas se desplomó sobre Sergio, empujándolo contra el suelo con una fuerza brutal. Las vigas y el yeso junto con las llamas lo atraparon por completo, cubriéndolo en una prisión de fuego y escombros.

El impacto hizo que la puerta se abriera de golpe, lanzando una onda de calor y fuego hacia Laura. La explosión la alcanzó de lleno, haciendo que retrocediera tambaleándose mientras sus ropas prendían fuego al instante. Laura soltó un grito desgarrador, intentando apagar las llamas que devoraban su cuerpo. Rodó por las escaleras, pero el fuego se extendió rápidamente, quemando su rostro y sus manos.

—¡Sergio! —gritó una última vez, entre jadeos y lágrimas. Pero el humo y las llamas envolvían ya todo el apartamento.

Dentro, Sergio, atrapado bajo los escombros, podía escuchar los últimos gritos de Laura antes de que el dolor lo consumiera. Incapaz de moverse, su mirada se desvaneció entre las sombras de su propia agonía.

Mientras tanto, Laura, con el cuerpo cubierto de quemaduras graves, logró salir tambaleándose a la calle. Su rostro estaba parcialmente calcinado, y el dolor la hacía caer de rodillas. Los bomberos corrieron hacia ella, horrorizados al ver el estado en que se encontraba.

—Sergio… está adentro… —murmuró con las pocas fuerzas que le quedaban, antes de desplomarse.

María, la presidenta, fue rescatada por los bomberos desde su balcón, tosiendo y llorando mientras veía cómo su edificio se consumía. Junto a ella, la mujer de la pareja del primero sostenía a su perro, que ladraba sin cesar, como si intentara ahogar los gritos de los curiosos que se reunían en la calle.

En el interior del edificio, el fuego consumía a Rubén y Sergio. Por fin, el silencio que tanto ansiaba Rubén había llegado. Desde la calle, los vecinos observaban en shock el edificio en llamas. Un niño señaló hacia la ventana rota del segundo piso. —¿Qué ha pasado, mamá?

Algo cayó desde la ventana del segundo piso. Un cuaderno, cubierto de cenizas, golpeó el suelo junto a los pies de María, la presidenta. Se agachó con las manos temblorosas y lo recogió. Al abrirlo, vio páginas y páginas llenas de anotaciones, marcas de tiempo, cálculos precisos de ruidos. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.

—Hostia… —susurró.

Antes de que pudiera procesarlo, algo se movió junto a ella. El perro de los vecinos del primero, mestizo pequeño y nervioso, saltó de los brazos de su dueña, olisqueó el cuaderno, lo mordió con brusquedad y lo empezó a destrozar con furia, sacudiéndolo entre sus dientes.

El niño, que miraba la escena, sonrió divertido. —Mamá, ¿al final quién ganó la pelea?

La mujer no supo qué responder.

FIN

Este relato forma parte del libro Déjate de cuentos, aquí hay historias, una colección de relatos breves con giros inesperados, humor negro y emociones intensas.

Disponible en Amazon: mybook.to/dejatedecuentos

Autor: Víctor Molina Martín – Psicólogo clínico y escritor de relatos sobre lo cotidiano y lo inquietante.

Todos los derechos reservados.

 


0 respuestas a “Odio a mis putos vecinos”

Última sección de comentarios por parte de los usuarios
Suscriptores

Lista de suscriptores y artículos publicados

¿Quieres convertirte en suscriptor? Hazlo aquí
Tus relatos
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.