Al resbalar por tu piel

Publicado 03/03/2025

Por Renner
Miembro desde February 2025

El autor era un  adulto  cuando se publica este artículo. Tenía 18 años.

8 artículos publicados

No existía.

Y luego empecé a caer.

El aire silbaba contra mí, un eco antiguo que no entendía, pero que llevaba grabado en mi esencia. Mi destino era ir hacia abajo. Siempre hacia abajo. Hasta la muerte.

Impacté.

Tu cabello.

Un océano de lianas perfumadas con lavanda, un bosque de hebras sedosas que me envolvieron, que me invitaron a quedarme, a enredarme en ellas, a ser parte de su aroma, de su movimiento.

Pero yo debía morir.

Así que caí.

Y te encontré.

Tu piel.

Cálida. Suave. Viva.

Me extendí sobre ti, me derramé sobre el mundo de tu frente, sobre su relieve que se arrugaba apenas en un gesto fugaz. Te besé, y en mi roce líquido pensé que tal vez, por un instante, me sentías.

Y entonces tu voz empezó a cantar una melodía.

Oh, tu voz.

Dulce. Embriagadora.

Sí, amor mío. Canta. Canta una oda a mi vida condenada, a nuestro amor de unos instantes infinitos. Y yo, tu gota de agua, te besaría en mi bajada.

Porque había nacido del océano de la inexistencia solo para tocarte.

Solo para ti.

Solo para ser tuyo.

Me deslicé hasta tu mejilla y sentí tu sonrisa.

Me quedé ahí un instante, imaginando que era para mí. Que me sonreías a mí.

Yo también era feliz, amor mío.

Sentirte.

Besarte.

Cantarte mi propia balada de amor con el rumor silencioso de mi caída.

Más y más abajo.

Llegué a tu cuello.

Un arco de piel tersa que temblaba apenas con tu respiración. Besé su curva con mi descenso, acaricié su pendiente con mi caída.

Me refugié en la gruta escondida donde tu pulso golpeaba.

Pu-pum. Pu-pum.

Tu vida latía contra mí, y yo quise ser parte de ella.

Pero la caída nunca se detiene.

Deslicé mi caricia por tu clavícula, por el estanque de su forma, por el oasis que me retenía por un instante eterno.

Y fingí.

Fingí que podía quedarme.

Fingí que no iba a morir.

Fingí que yo también era calor. Que yo también era piel. Que yo también era tuyo.

Hasta que la gravedad volvió a reclamar, lentamente, a su presa perpetua.

Y volví a caer.

Dos colinas suaves me recibieron, piel tersa que se erizaba bajo mi roce. Me aferré a ellas, pues era un amante que luchaba por alargar por un segundo más la despedida.

Rodé sobre la curva más alta, me demoré en su cúspide, en la cima donde mi caricia te susurró mi amor.

Y te estremeciste.

O eso quise creer.

Tal vez fui yo quien tembló.

Quise detenerme ahí. Ser tuyo, solo tuyo. Pero la gravedad me reclamó, y me desplomé por la ladera de tu pecho, descendiendo en espiral, resbalando hasta el valle de tu vientre.

Un lecho de calidez.

Me expandí sobre él, me abrí como un amante que quiere cubrirlo todo, abrazarlo todo.

Bajé por su pendiente, sintiendo su suavidad, su calor, su vida.

Pero el destino siempre espera más abajo.

Y me precipité hacia tu ombligo y me hundí en su curva, un remanso donde quise desaparecer, donde quise esconderme para siempre.

¿Si me quedaba aquí, me recordarías?

Me detuve. Floté en ese pequeño oasis de piel. Soñé con un futuro de dos instantes juntos.

Pero en tu risa, en tu canto, en tu cuerpo, yo ya no era único.

Otras gotas caían conmigo. Ríos enteros descendían por tu piel. Embaucadores que parecían burlarse de mi dulce agonía.

Y mi instante se estaba agotando.

Me sacudió un movimiento, tu respiración se agitó y me expulsó de mi escondite.

Me obligaste a seguir cayendo.

Y es así como llegué a un jardín de sombra y terciopelo.

El vello fino me recibió, me atrapó por un instante antes de dejarme ir. Una caricia efímera, un roce más íntimo que cualquier otro.

Recorrí tus labios, los acaricié con mi eterno descenso.

Tan vivos y tuyos.

Tan deseosos de sentir mi beso.

Me demoré en tu raíz, sintiendo la calidez que crecía en ti, el ardor que no era mío.

Que venía de cualquier otra gota. De cualquier otra menos yo.

Pues no podía ser por mí.

Yo solo era una gota de agua. Una gota que abandonaba su último remanso de calidez, de paz.

De amor.

Y empecé mi última caída. Una caída acelerada de la que solo descansaría con mi muerte.

Me deslicé por tu muslo con el hambre de un amante que sabe que es la última vez que la tocará.

Acaricié la longitud de su piel, saboreé su forma, su tensión.

Me aferré a la curva de tu rodilla, temblé en su hondonada, quise fundirme en ella.

Pero nada me retenía.

Nada me detenía.

Nada me pertenecía.

Y así llegué hasta la última frontera de tu cuerpo.

Resbalé por tu tobillo, me extendí sobre el dorso de tu pie, me derramé en la ternura de su arco.

Y entonces…

Tus dedos.

Me enredé entre ellos, mi última oportunidad de existir, de sentirte, de hablarte y sentir tu respuesta en el lenguaje de tu piel.

Por favor, no me abandones.

Pero ya no me percibías.

Ya no era una caricia en tu calidez.

Ya no era parte de ti.

Ya solo era agua.

Agua que caía.

Solo mis pensamientos se elevaban hacia ti. Solo ellos no estaban cayendo.

Cayendo.

Cayendo.

Cayendo en la oscuridad.

En el fin.

Me uní al océano sin nombre, al río del olvido de los amantes sin nombre. Me perdí en él. Intenté pensar en nuestro amor. En el que yo había sentido por ti.

Pero ya no era yo.

Mi conciencia se desvaneció entre el arrullo de tu dulce voz. Cantando, quería creer que a nuestro amor.

Una última melodía. Un último susurro de tu voz.

Y así se desvaneció el mundo. Tu mundo. Mi mundo. El mundo que habíamos compartido por un instante eterno.

Una gota en un torrente de ruidosa oscuridad.

Eso quedaba.

Eso había sido nuestro amor.

 


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