El mundo espejo – Capítulo 1

Publicado 26/06/2025

Por Sanchete
Miembro desde June 2025

El autor era un  adulto  cuando se publica este artículo. Tenía 37 años.

2 artículos publicados

El mundo espejo

 

David Sancho

 


Capítulo 1 – Entre dos mundos.

 

El techo era el mismo de siempre. Blanco, con una pequeña grieta en la esquina derecha que ha ido creciendo con los años. Siempre empezaba el día mirándola, como si esperara que un día se cerrara sola.

Afuera, la ciudad despertaba. Eidan escuchó pasos en la acera, un motor arrancando, un portazo lejano. Un día más. O quizás no. Se quedó quieto, escuchando su propia respiración.
«¿Será hoy?», se lo preguntaba todas las mañanas. Se había convertido en un ritual silencioso, en un pensamiento que marca la frontera entre el sueño y la vigilia. A veces, justo después de despertar, esperaba escuchar a alguien moviéndose al otro lado. O el eco de una voz familiar llamándolo desde otra habitación. Pero la casa estaba en silencio. Y siempre lo estaría.

Finalmente se sentó al borde de la cama y miró la mesita de noche. La foto seguía allí. El cristal roto le devolvió un reflejo fragmentado de su rostro.

«Podría cambiar el cristal. No costaría nada», pensó para sí. Pero no la tocó. No la movió. Hacía años que formaba parte del mobiliario, como si hubiera nacido ahí.

Suspiró y se puso de pie. Su apartamento era pequeño, funcional. Pocas cosas, poco apego. Ropa apilada en una silla, un escritorio con algunos papeles desordenados, una estantería con libros que en su mayoría no ha terminado de leer.

Caminó hasta la cocina y se sirvió un vaso de agua. Bebió despacio. Se había acostumbrado a medir todo lo que hacía, como si cualquier movimiento pudiera desencadenar lo inevitable.

Se dirigió al baño y se miró al espejo. Ojeras leves, nada preocupante. Se pasó una mano por el cabello y luego se enjuagó la cara con agua fría. «Mantén la rutina, mantén el control», se dijo a sí mismo.

Ese día trabajaba. Eso era algo bueno. Mantenerse ocupado lo ayudaba a no pensar demasiado. Se vistió con ropa cómoda, agarró su mochila y se preparó para salir.

«Llaves, mochila, móvil…», Eidan murmuró en voz alta, aunque sabía que nada de eso le serviría si desapareciese de golpe. Lanzó una mueca mientras salía de casa. Suspiró y estiró la mano hacia el botón del ascensor.

Un parpadeo. 

El aire se espesó. La luz cambió.

Eidan ya no estaba frente a su ascensor. Ya no había edificio, ni pasillo. Solo quedaba el hueco oscuro donde solía estar la cabina. El suelo bajo sus pies estaba resquebrajado, las paredes habían colapsado, devoradas por la ruina que lo envuelve. Eidan inspiró. El aire se tornó extrañamente pesado, áspero. 

Miró directamente al cielo, el sol estaba empezando a caer. «Debo darme prisa», pensó.

Supo que no estaba solo.


Eidan recorrió una de las calles principales, larga y descendente. Totalmente desolada, rodeada de edificios fantasmales con ventanas como cuencas vacías, el eco del viento silbaba entre las estructuras en ruinas. 

Eidan la atravesó con pasos firmes, con la mirada fija en la plaza que se abría al final del camino. A sus espaldas, la iglesia seguía ahí. Medio derruida, como siempre. El crucifijo aún resistía en lo alto del tejado, ennegrecido y corroído por el paso de un tiempo que en este mundo parecía moverse de manera distinta. Era el mismo templo que existía en el mundo real, pero aquí su presencia es inquietante, como si su sola existencia fuera un error en el paisaje.

Entonces lo oyó.

Primero, un aullido ahogado, inconfundible. Luego, un sonido aún más perturbador: una risa entrecortada, jadeante. Es un vesánico.

Eidan no vacila. No puede huir. Sabe que es imposible. Lo ha aprendido con los años. Así que, en cuanto pudo distinguir la silueta oscura del vesánico sobre el tejado de la iglesia, sujetándose con una sola mano del crucifijo, corrió hacia él.

En el mismo instante en que Eidan inició su carrera, la criatura se soltó. El impacto contra el suelo levantó una nube de polvo y ceniza, pero el vesánico no se detuvo. Se lanzó hacia él, galopando con las cuatro extremidades, a una velocidad que parecería imposible en cualquier otra criatura.

Pero Eidan estaba preparado.

Avanzó cuesta arriba por la calle empinada, con la respiración bajo control. Sus ojos buscaban, analizaban, decidían. Allí. Una vara de metal oxidado. No dudó, la recogió sin reducir la velocidad, la empuñó por un extremo y la alzó en posición amenazante.

El vesánico se acercaba. Un gemido intenso, un aviso de su inminente ataque. Eidan lo estaba esperando.

Cuando la criatura se abalanzó con los brazos extendidos, Eidan clavó la vara en el suelo y la usó como pértiga. El movimiento fue preciso, sincronizado. Con la fuerza del impulso, su cuerpo se elevó y en el aire lanzó una patada doble directa al cráneo del vesánico.

El impacto fue devastador. La criatura salió despedida, rodó por el suelo, se reincorporó con un movimiento antinatural y sin pausa se lanzó de nuevo a la ofensiva.

Pero ya era tarde. Eidan también fue rápido.

Antes de que el vesánico pudiera reaccionar, Eidan saltó hacia él y descargó un golpe brutal con la vara de metal. El impacto fue certero. La criatura quedó inmóvil por una fracción de segundo justo antes de desvanecerse en una nube de humo negro que se disipó lentamente en el aire enrarecido del atardecer.

Ya estásuspiró aliviado. Eidan se giró para retomar su camino, pero no le dio tiempo. La mano de Eidan seguía estirada en dirección al botón del ascensor.

Parpadeó. Su respiración aún era pesada.

—¿Ya está? — 

Miró a su alrededor. Su bloque de apartamentos. Su mundo. El aire era limpio, la luz del sol entraba por la ventana del patio interior. Todo era exactamente igual que hacía un segundo. Pero él no era el mismo.

Su corazón seguía golpeando fuerte en su pecho. Sentía un ardor en los brazos, sus músculos estaban tensos, notaba la ligera humedad del sudor en la nuca. Su cuerpo aún estaba en el combate, aunque la pelea hubiera terminado.

«Respira. Normalidad.»

El pasillo del edificio lo acogió con su misma monotonía de siempre: luces blancas parpadeantes, el eco de una televisión sonando en algún departamento vecino, el olor a café rancio flotando en el aire.

Apretó la mandíbula y pulsó el botón. Se vio en el reflejo de las puertas metálicas. No parecía alguien que acaba de pelear a muerte. Solo un tipo con la mochila al hombro, despeinado y con una expresión un poco más cansada de lo normal.

El ascensor se abrió y entró. Bajó. El vestíbulo del edificio lo recibía con el ruido del tráfico. Al salir a la calle, el mundo real seguía su curso. No había ruinas. No había cielos rojos. Ni rastro de sombras acechando. Solo gente en su rutina, caminando con prisa, tomando café, escribiendo mensajes en sus teléfonos.

Eidan se ajustó la mochila al hombro y empezó a caminar.

«Soy uno de ellos. Nadie sospecha nada. Nadie lo sabe.»

El camino era el mismo de siempre. Esquinas conocidas, pasos de cebra, edificios que estaban ahí desde que tiene memoria. Pero hay calles que evitaba. Lugares que prefería no pisar.

Se detuvo en un semáforo. A su lado, un grupo de estudiantes se reía sin preocuparse por nada. Un hombre de traje revisaba su reloj, impaciente. Eidan observó a su alrededor, la rutina humana desplegándose en su fragor, ajena a lo que acaba de ocurrir, como si él fuera un espectro que no encaja en este lugar. Aún sentía la vara de metal en sus manos, como si pudiera volver a apretarla en cualquier momento. Y en su mente, el rugido del vesánico seguía resonando, inquebrantable, mientras el bullicio a su alrededor no hacía más que subrayar la desconcertante normalidad de todo.

«No. No pienses en eso»

El semáforo cambió. Cruzó la calle.

Eidan llegó a su destino: una cafetería modesta en una calle concurrida. Nada especial, pero pagaba las cuentas. Se puso el delantal negro sin decir una palabra y entró detrás del mostrador.

—Justo a tiempo —le dijo Danny, su compañera de turno sin tan siquiera mirarle, mientras se dedicaba a llenar una taza.
—Ya sabes, la puntualidad es mi don —respondió con una media sonrisa. Danny resopló y siguió con lo suyo. Eidan se puso a trabajar. Café tras café, pedido tras pedido. Movimientos automáticos. Rutina.

Pero había algo fuera de lugar. Sus manos. Cuando agarró una taza, notó un leve temblor en los dedos.

«Mierda.» Pensó. Respiró hondo. No había tenido tiempo de descansar. El regreso al mundo real siempre era así: como un choque entre dos realidades que su mente tardaba en asimilar.

Se concentró en lo que tenía enfrente. Una clienta esperaba su pedido. Tomó la jarra, virtió la leche, formó la espuma. Perfecto.

Nadie lo notaba.

Nadie sospechaba. 

 

 


 


El turno ya había terminado. Eidan se apresuró a ponerse la mochila.

— Nos vemos mañana, Danny. Ojalá no te pase nada raro en el camino a casa. Ya sabes, la vida a veces tiene un humor peculiar.

— No te preocupes. Si aparece un monstruo, le invito a un café. —le contestó Danny, sonriendo con una mezcla de sarcasmo y simpatía.

Eidan le devolvió la sonrisa, pero mantuvo la calma.

— Descansa, Danny.

Danny puso los ojos en blanco mientras guardaba sus cosas:

— Sí, sí, ¡descuida!

 

Danny era de esas personas que tienen una sonrisa lista para todo, aunque a veces parecía más una mueca irónica que una expresión genuina. Tenía el tipo de humor que no todos entienden, siempre con una broma lista para aliviar cualquier tensión, aunque de vez en cuando cruza la línea y su sarcasmo roza el filo de la mordacidad. Su pelo corto y rizado, que parecía tener vida propia, siempre un poco desordenado, y unos ojos bonitos que miraban todo con una mezcla de diversión y desdén. Sus dientes incisivos ligeramente separados le daban un toque rebelde a su sonrisa, una que no era fácil de olvidar. No era de las que se andan con rodeos; lo que decía era lo que pensaba, sin filtros ni preocupaciones aparentes.

El aire de la tarde era fresco, con ese olor inconfundible de la ciudad al final del día: humo de coches, café derramado en la acera, el dulzor lejano de un puesto de bollería.

Eidan caminaba sin prisa. El turno había concluido y la calle estaba viva, con el murmullo de la gente saliendo de oficinas, niños corriendo con mochilas a la espalda, parejas riéndose en las terrazas de los bares. No había apocalipsis ahí. No había ruinas. Solo un mundo que seguía adelante.

Se ajustó la mochila al hombro y metió las manos en los bolsillos. Estaba hambriento.

No lo pensó demasiado: giró en la siguiente esquina y entró en «Ichika Ramen», un pequeño local de aspecto antiguo, con cortinas rojas en la entrada y mesas de madera gastadas por el tiempo.

El olor lo golpeó al momento de entrar. Caldo hirviendo, fideos recién hechos, ajo y jengibre en el aire. Era un sitio pequeño, con apenas cinco mesas y una barra frente a la cocina abierta.

—Bienvenido, Eidan. —La voz era ronca, pero cálida.

 

Desde detrás del mostrador, Ichika, la dueña, le lanzaba una mirada rápida mientras removía una olla con un cucharón enorme. Era una mujer mayor, de unos sesenta años, con el cabello recogido en un moño apretado y un delantal que probablemente había visto más batallas que él.

—Lo de siempre, ¿verdad?

Eidan asintió y se sentó en la barra. Le gustaba este sitio porque Ichika no hacía preguntas. Nunca le preguntó a qué se dedica, por qué a veces llegaba con ojeras, o por qué comía como si llevara días sin probar bocado. Solo le servía ramen. Y eso era suficiente.

Pocos minutos después, un cuenco humeante aterrizaba frente a él. Caldo espeso, fideos gruesos, chashu dorado, cebollino, brotes de bambú y un huevo a medio cocer flotando en la superficie.

—Come. Te ves cansado. —espetó la anciana. 

 

Eidan no discutió. Tomó los palillos y empezó a comer. El primer sorbo de caldo le calentó el estómago. Se permitió el lujo de cerrar los ojos un momento. 

Ichika seguía trabajando en silencio detrás del mostrador. A veces, cuando creía que él no la veía, lo observa de reojo. Como si supiera algo. Como si intuyera que Eidan cargaba con algo que no podía decir en voz alta.

Pero no decía nada. Y eso también era suficiente.

Cuando terminó, dejó los palillos sobre el cuenco vacío y sacó el dinero del bolsillo.

—Gracias, Ichika.

La mujer asintió con una leve sonrisa.

—Descansa.

Eidan no respondió. Porque ambos sabían que no lo haría.


Salió del local y el aire frío de la noche lo recibió.

Decidió atravesar un pequeño parque urbano. Se sentó en un banco. El teléfono vibraba en su bolsillo. Lo sacó y vió un mensaje de Danny:
«Mañana me cubres el turno de la mañana, ¿verdad? No me dejes tirada, anda.»

Eidan sonrió de lado. Se había olvidado por completo: 

«Sí, tranquila. Descansa.»

Danny era de las pocas personas con las que mantenía contacto fuera del trabajo. No eran amigos exactamente, pero tenían una especie de entendimiento. No le hacía preguntas raras o incómodas, no intentaba invadir su espacio.

Guardó el móvil y se recostó en el banco. Miró el cielo nocturno. Cerró los ojos un segundo. 

Solo un segundo, y al abrirlos un sobresalto recorrió su cuerpo. Su respiración se aceleró mientras sus manos buscaban con urgencia en los bolsillos. Al fin, sus dedos encontraron ese pequeño objeto cuya presencia le devolvía la calma, una pequeña ficha de dominó. La sostuvo con fuerza, permitiendo que su tacto familiar disipara sus temores. 

Era hora de volver a casa.

 

 


 


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