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De porte altivo, recto como un palo y carente de conversación, apareció una mañana para no irse. Luisito no recordaba el momento exacto en que ocupó aquel lugar junto a su mesa, ni a partir de cuándo se convirtió en una obsesión para él. Era su “Perchero” y nadie se lo arrebataría.
Inexplicablemente el influjo que emanaba aquel trasto de madera le había hecho cambiar a lo largo de los años hasta ser una persona totalmente distinta. Poco quedaba de aquel Luisito jovial que disfrutaba de los chascarrillos matutinos y de los cafés con los amigos. Ahora era un ser parco, gris, receloso, que solo vivía para y por aquel Perchero. Nadie le escuchaba como él, nadie le comprendía ni le daba tanto como aquella astilla de madera pulida y envejecida, que le recibía y despedía cada día sin pedirle nada más que su compañía.
«Mi Perchero, mi maravilloso Perchero...”, susurraba Luisito, mientras que medía milimétricamente la distancia que separaba el perchero de su mesa. No admitía ni un centímetro de desplazamiento. Lo que hoy era “uno” en un futuro podía ser podían ser “dos o tres”, y “tres” era el límite. Si eso sucedía sería su compañero de despacho, don Emiliano, el más cercano al colgador y eso no podía permitirlo. El Perchero era sólo suyo.
Don Emiliano observaba maravillado la precisión en el medir de Luisito, su pulcritud en el manejo de la cinta métrica, el hipnotismo que emanaban sus acompasados movimientos. Eran instantes de respeto y de un silencio contenido, que únicamente se veía rasgado por los problemas intestinales de don Emiliano, quien se excusaba una vez por pedo con un lacónico gesto y un suspiro de alivio. Así, el mismo ritual repitiéndose por siempre: Luisito con su medir y don Emiliano liberando gases. Hasta que un fatídico día el perchero dejó de estar ahí, o lo que es lo mismo, desapareció…
No era posible, veinte años compartiéndolo todo, sus más íntimos secretos, su vida, y de repente solo vacío. Luisito no daba crédito. Tuvo que parpadear tres veces muy seguidas y dar no menos de veinte vueltas alrededor del espacio que ocupaba el Perchero, para constatar de forma empírica que realmente no estaba y que su lugar lo ocupaba una carta en la que pudo observar rezaba su nombre.
Con temor se agachó para abrir el sobre, desplegó el papel, y sin atreverse a respirar, en espera de una explicación que mitigase el dolor del alma, se dispuso a leer:
Mi querido Luisito, ya sabes quién soy. Años y años de amor contenido, de no mostrarte mis sentimientos. Siempre he preferido el consuelo de la posibilidad que el temor a ser rechazado. Nunca soportaría la certeza de un “no” en tus labios.
La distancia siempre ha sido aparente. Falta de atrevimiento, un morir constante en tus ausencias. He esperado a que ocurriera algo, tal vez un milagro, aunque sé que nuestro amor es imposible en este mundo que nos tocó vivir y que llegaría el momento del adiós.
Llevo sin verte apenas unas horas y ya añoro tu voz. Ya sabes que soy más de escuchar que de conversar. Estas líneas son todo un logro que debo exclusivamente a tu persona, al amor que siento por ti…
Por favor no me busques, y si lo haces, que sea pronto.
Siempre tuyo, don Emiliano.
Pd.: Espero que no te importe, me llevo el perchero como recuerdo de nuestro amor imposible. Así, cada día que llegue a casa y cuelgue el abrigo, será como dártelo a ti, mi querido Luisito… 🙂
Jam Louvier
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