El autor era un
adulto
cuando se publica este artículo.
Tenía 45 años.
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Abro los ojos. Veo la humedad en el techo. Pienso que debo repararlo de una dichosa vez. Respiro profundamente. Giro la cabeza hacia la derecha y observo las estrías que se forman en la madera del armario, apreciando su sinuosa silueta. Emito un gemido de desolación mientras giro lentamente la cabeza hacia el lado izquierdo de la cama. Me quedo petrificado al descubrir que no se trata de un sueño, una mala pesadilla, un fragmento malo de una novela cruel impreso en unas páginas que pueda arrancar.
Ella se ha ido. Anoche tuvimos una discusión, un malentendido decía yo, la gota que colmó el vaso repetía ella. Sea como fuere, ahora ella no está. Tardé en abrazar a Morfeo tras varias horas de darle vueltas a la cabeza, sumido en un cúmulo de reflexiones arrepentidas, y auto disculpas sin sentido. Finalmente, a altas horas de la madrugada, opté por ahogar mis reflexiones en bourbon, y abrazado a la botella pude conciliar el sueño en el frío y húmedo lecho solitario de mi casa, mi hogar, nuestro hogar, ahora cuatro frías paredes que absorben mi aliento como el abrazo mortal de una hidra. Y enfrentado a su poder, experimento la reproducción de mi culpa y malestar, llegando a sentir el síndrome de Estocolmo de un secuestrado. Mis captores son mis recuerdos, mis equivocaciones y los antiguos anhelos inocentes de una vida en común.
Recuerdo la sonrisa en su cara, sus ojos vidriosos y la sonrisa de niña ilusionada cuando la sorprendí con aquel regalo el día de San Valentín de nuestro primer año juntos. Yo sabía la enorme ilusión que le haría aquello, supe leer entre líneas y sorprenderla porque ella no se lo esperaba, eso lo sé. Qué contenta se puso cuando le traje a casa aquel regalo, muestra de mi amor e interés por ella. ¿Cómo se consumió lo nuestro, qué fue lo que humedeció la vela que alumbraba nuestro amor?
Me incorporo y decido enfrentarme a la vida, siento el frío pegarse a mi piel fruto de la humedad de esta casa en el maldito invierno de esta cavernosa ciudad gris y lluviosa. Mi deambular por la habitación me hace tropezar con unos zapatos de tacón azul turquesa y brillante. Recuerdo lo radiantes que asomaban en sus pies cuando se los calzaba como un modo de sujetar con estilo sus hermosas piernas, la sonrisa pícara que asomaba en su rostro cuando me miraba a los ojos y me veía embobado ante su belleza. Los tomo en mi mano, los abrazo y siento cómo un escalofrío recorre mi piel como reacción a mis recuerdos.Decido dejarlos en el suelo, con cuidado de no estropearlos y me dirijo hacia la ducha, esperando que el agua caliente actúe como bálsamo de regeneración que active mi organismo.
Me siento mejor, limpio y como nuevo cuando termino mi desayuno. Un par de tostadas y un zumo de naranja acompañado de un humeante café me sirven para afrontar con optimismo este día. Decido vivir, sí, vivir y olvidar, afrontar el reto de mi vida, un camino sin ella. Y me visto cuidando de que mi ropa encaje bien y muestre una bella imagen en el espejo. Me peino con esmero, lavo mis dientes y sonrío cuando veo sus utensilios de baño en la repisa a la derecha del espejo del baño. Cómo reíamos cuando le decía que ese era su pequeño universo. El baño siempre fue suyo, coqueta como era, repleto de cremas y perfumes, dispuestas para embellecerla aún más.
Abro la puerta y salgo a la calle. Me dirijo calle abajo hacia la plaza del barrio, libro en mano, dispuesto a imbuirme en la lectura y gozar de los escasos rayos de sol que nos brinda, generoso, el cielo de este frío diciembre. Me siento en un banco y contemplo las ramas yermas de los árboles, las hojas caídas en el suelo conformando un lago vegetal bajo cada uno de los troncos. Hay dos niños jugando a remover las hojas, formando una lluvia seca sobre sus cabezas, ríen cuando las hojas les cubren y dejan restos sobre su pelo. La energía de un niño siempre me ha producido una sonrisa, son bellos en su radiante deseo por vivir, descubriendo cada momento de sus vidas como un descubrimiento original. Me entristezco al pensar que lo que se conoce como madurar no es sino perder esa magia del niño por descubrir cada momento como algo nuevo, sonreír ante todo, abrir los ojos como platos ante cualquier elemento nuevo que alumbre tu día.
Giro la cabeza y descubro a una pareja joven discutir sentados en un banco. Veo que él se muestra arrogante ante su novia, una tierna niña que parece estar descubriendo por primera vez la amargura del amor. Sus ojos humedecidos y mejillas regadas por lágrimas muestran su dolor y decepción ante su chico, figura que hasta ese momento parecía tener encumbrada, idealizada como una especie de Dios que le proporcionaba sempiterna felicidad. Pero no, el amor tiene una doble cara. Frente a la felicidad que nos proporciona en todo momento, existe siempre el riesgo de sufrir esa decepción por un comportamiento no esperado de tu partenaire, una infidelidad, un desplante… Ponemos demasiadas esperanzas en el otro sin aceptar que se trata de un ser humano, y como tal, imperfecto y lleno de defectos que nos cuesta descubrir pero que cuando los vemos, nos llenan de decepción y es necesario tener diversas experiencias para poder aceptar esa sinrazón que supone darse cuenta que nuestro ser amado, nuestra doble naranja –cuán equivocado estaba quien alumbró este término- es real, con imperfecciones y capacidad para causarnos dolor.
Recuerdo nuestra primera discusión a los dos meses de comenzar nuestra, hasta ese momento, idílica historia de amor. Fue en un fin de semana romántico, aunque al final no lo fuera tanto, que pasamos en San Sebastián, una romántica y bella ciudad a la que los dos admirábamos por igual y deseábamos compartir. Me encantaba que ella viniese siempre tan guapa, parecía que saliese de un frasco de perfume y me sonriese demostrándome cuánto me quería, alimentando mi ego masculino al sentirme acompañado de semejante belleza. Pero claro, cuando llevaba esperando casi una hora en la habitación esperando a que se preparase, mi impaciencia hizo acto de presencia y comencé a pedirle, o mejor dicho exigirle, que terminase lo antes posible porque habíamos reservado para cenar y ya llegábamos tarde. Ella se lo tomaba a broma y me pedía paciencia. La cuestión parecía solventada cuando apareció hermosa como una ninfa y me besó en la mejilla, pero no fue sino el germen de lo que vino después cuando llegamos al restaurante 40 minutos tarde y nos dijeron que ya estaba todo ocupado y que debiéramos haber llamado para avisar de nuestro retraso. Así que terminamos comiéndonos una hamburguesa y yo, decepcionado por no poder impresionar a mi princesa con una velada romántica pagué mi frustración con ella y amargué la noche increpándole que debía haberse dado más prisa. Finalmente, ella se enfadó y la noche y el fin de semana acabó mal.
Qué estúpida fue esa situación, pensaba ahora que no la tenía, con lo corta que es la vida y yo centrándome en tonterías como ésta. ¿Por qué no pensé en el amor que nos teníamos y disfruté de la experiencia de comernos una hamburguesa en una bonita ciudad? Podíamos habernos reído del esnobismo del metre del restaurante imitando su mirada arrogante cuando nos dijo que no nos podía ofrecer una mesa. Reía recordando esa experiencia, lástima que no estuvieses ahora conmigo para poder recordar juntos ese momento.
Decidí dar un paseo, no podía concentrarme en la lectura y el último pensamiento había traído la melancolía a mi mente. Una lágrima asomó a mi mejilla cuando emprendí mi caminar. Darse cuenta del tiempo perdido en discusiones, la belleza de nuestro amor y las posibilidades que teníamos juntos me produjo congoja y solo el frío viento de diciembre me trajo a la realidad.
De repente una llamada en mi móvil. Era ella. Nervioso, con un ligero temblequeo en mis manos y tardando en responder contesté.
– ¿Sí? Ho… Hola, ¿cómo estás?
– Cariño, te quiero…
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