LA LLAMADA

Publicado 21/05/2023

Por Quaterback
Miembro desde May 2023

El autor era un  adulto  cuando se publica este artículo. Tenía 62 años.

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Estaba situado en mitad de la amplia avenida esperando que el semáforo se pusiese en verde y poder cruzar, ante mí se alzaba el imponente edificio hacia el cual me dirigía, y tuve la sensación de que esa montaña de ladrillos me atraía y repelía a la vez.

Levanté la vista y traté de localizar el piso, reconozco que, a pesar de haber vivido toda mi infancia y parte de mi adolescencia en él, no fui capaz de situarlo en su fachada, empecé a contar las plantas del mismo, pero cuando ya iba por la mitad el semáforo pasó a verde y un irritante pitido me urgía a cruzarlo presurosamente, los coches se amontonaban ante la raya del paso de cebra, como si se trataran de una jauría de depredadores dispuestos a lanzarse sobre los transeúntes.

Crucé el paso de cebra retando con la mirada a todos esos vehículos dispuestos en formación a que se atrevieran a moverse, ninguno lo hizo, y recuerdo que me sentí poderoso por mi hazaña, pobres imbéciles y pobre imbécil, también.

Recorrí el espacio hasta la puerta de entrada, con una sensación de incomodidad la abrí y entré, dentro se encontraba el conserje departiendo con una pareja de ancianos, y noté que me dirigía una mirada controladora.

Ya en el patio me desvié hacia los buzones, donde localicé uno en concreto, planta 48, puerta 24, no pensaba tener que volver aquí de nuevo, hace muchos años me marché de esa casa con un sonoro portazo y la firme promesa de no volver jamás, y estaba a punto de traicionar una promesa que había cumplido a rajatabla durante veintinueve años.

Sinceramente no sé qué hacia allí, fue un martes temprano cuando recibí una llamada de un número desconocido, normalmente no lo habría cogido, pero tuve un palpito, una premonición, un sentimiento de que algo había pasado y esa llamada tenía que ver con ese algo.

Siempre me he considerado un pesimista, soy de los que opinan que si algo va mal siempre es susceptible de empeorar, y después de todo, un pesimista no es más que un optimista bien informado.

Contesté la llamada y una voz femenina que se presentó como mi madrastra me informó que mi padre había fallecido hacía varios días.

Mi respuesta fue rápida y brutal, ¿se supone que eso debe de importarme algo?, contesté.

Transcurrieron unos largos segundos, donde se instaló un espeso silencio solo roto por la agitada respiración de quien se decía mi madrastra, finalmente habló.

Luis, tenemos que vernos, ven a tu casa, y colgó.

Me quedé mirando el teléfono al tiempo que intentaba digerir toda la información que esa llamada acababa de explotarme en la cara.

Mi padre había muerto, mi madrastra tenía mi teléfono, yo había borrado el suyo y el de mi padre hacía muchos años, y lo más extraño de todo, quería verme en “mi” casa, entendí que esa casa era donde vivían ella y mi padre, el hecho de que me adjudicara la propiedad, aunque fuera de forma simbólica, me causó una extraña sensación.

Reconozco, muy a mi pesar, que nunca achaqué toda la responsabilidad de lo que paso a Ana, mi madrastra, aunque supongo que tuvo su parte alícuota en los acontecimientos que me hicieron irme de casa a temprana edad.

Mi madre enfermó gravemente, un cáncer fulminante, y mi padre decidió, con su superior criterio, que necesitábamos ayuda en casa, la elegida fue Ana, quince años más joven que mi padre y apenas, unos años mayor que yo.

Todo podía haberse entendido, salvo por un pequeño detalle, Ana acabó en la cama de mi padre, cuando su esposa, mi madre, agonizaba en la habitación contigua.

Ese hecho, la rápida boda de mi padre con ella al poco de fallecer mi madre y sus agobiantes intentos de pretender sustituirla fueron el detonante para el abandono de esa casa.

Recuerdo la enésima discusión con mi padre, y a la postre la última, donde le escupí toda mi rabia y mi decepción con él, fui capaz de desgranar uno por uno, todos los hechos que le habían convertido, a mis ojos, como el padre más despreciable del mundo, no me callé nada, le insulté, le humillé y le dije todo lo que llevaba tiempo callando, a eso algún imbécil le llama terapia de expiación.

El aguantó mi chaparrón, sin apartar su vista de mí, sin mover un solo musculo, y cuando acabé, exhausto y al borde de un ataque de nervios, se limitó a darse la vuelta, entrar al salón, encender la tele y sentarse en el sofá para contemplarla de forma hipnótica.

No pude más, fui a mi habitación, hice una maleta y salí de esa casa y de sus vidas, con un fuerte portazo y sin un solo adiós.

Lo que siguió, podríamos denominarlo como una autopista al éxito, me fui a vivir con unos amigos, mientras seguía estudiando informática, para sobrevivir trabajé como camarero, pinche de cocina y en un Burger King, esto si es todo un clásico.

Hasta que el éxito llamó a mi puerta, creé una página web dedicada a la compraventa de todo tipo de artículos, y tuvo un éxito tan fulgurante que me sorprendió hasta a mí.

Un día aparecieron dos abogados en la oficina y dejaron un cheque por un importe escandaloso encima de mi mesa y no me lo tuve que pensar mucho, vendí la empresa y calculé que si invertía bien ese capital podría vivir como un capitán general con mando en plaza, maldita sea, esa era una frase de mi padre, el resto de mi vida.

Y a eso me dedico hace ya años, a vivir, a viajar y a disfrutar de la vida y no puedo quejarme, la verdad es que se me da bastante bien.

Y ahora me encuentro aquí, mirando fijamente el buzón de la puerta 24, leyendo una y otra vez los nombres que figuran en la placa y pensando cada vez con más dudas si ha sido una buena idea venir y romper una promesa, suspiré, levanté los hombros y di media vuelta, después de todo, pensé, las promesas se suelen hacer para romperlas, sino qué sentido tiene hacerlas.

Casi me di de bruces con el conserje que se había acercado por detrás para interesarse por mi presencia en el inmueble.

Voy a la puerta 24, soy el hijo del propietario, respondí a su requerimiento, me niego a dar el nombre de mi padre, para mí llevaba muerto y olvidado muchos años.

Dijo que no me conocía y me dio el pésame, ni siquiera le  contesté y me limité a entrar en el ascensor cuyas puertas estaban abiertas, camino al infierno pensé, mientras me introducía en el mismo y apretaba el botón de la planta cuarenta y ocho.

Al salir del ascensor ella me estaba esperando, evidentemente el conserje le había avisado, maldito metomentodo.

Vestida con un ajustado vestido negro, discretamente maquillada y una melena de color negro que le caía por los hombros y le hacía juego con ese luto riguroso que parecía había decidir llevar.

Hola Luis, dijo al tiempo que se apartaba de la puerta para permitirme el paso, yo no conteste.

El piso estaba bastante diferente, se había cambiado el mobiliario, se habían hecho algunas reformas, era un piso grande.

Pasemos al salón, oí que me decía a mis espaldas, avancé por el largo pasillo, suponía que el salón seguiría en el mismo sitio, al pasar por delante de la puerta cerrada que había sido mi habitación tuve un momento de duda, estuve tentado a abrirla y ver en que la habían convertido.

Ana lo notó, puedes abrir la puerta si quieres, sugirió, está exactamente igual que tú la dejaste, tu padre jamás permitió que se cambiara un solo mueble ni que se moviera un libro o un objeto de como tú lo dejaste, a veces se metía en la habitación, cerraba la puerta y pasaba horas allí encerrado, nunca supe lo que hacía, una vez le pregunté y me respondió que eso no era asunto mío.

Yo seguía plantado en mitad del pasillo, dándole la espalda y cuando acabó de hablar seguí andando hacia el salón, efectivamente estaba en el mismo sitio.

Me indicó con un gesto que me sentara en el sofá, me preguntó si quería beber algo y ante mi movimiento negativo con la cabeza tomó asiento en un sillón a mi lado, cruzo las piernas y lo soltó.

Yo lo he matado.

No tenía claro si lo había entendido bien, pero acomodé mi cuerpo en el sofá y mirándola fijamente a los ojos por primera vez le dije, repítelo.

Yo lo he matado, repitió.

Hubo un silencio, largo, espeso, pero finalmente contesté intentando que mi voz no estropeara la cínica sonrisa que intentaba poner en mi cara.

¿Y se supone que eso debería de importarme?, o acaso pretendes que te lo agradezca.

Además, como sabes que no voy a ir a la policía a comentarles esta agradable conversación que estamos manteniendo.

Ana agitó una mano como si estuviera espantando moscas.

¿Y para que vas a ir a la policía?, que más te da lo que le pasara a tu padre, ¿no es cierto?

No, continuó, solo te he llamado para decírtelo y para explicarte la razón de lo que he hecho, que por otra parte es muy simple.

Se había cansado de mí, quería divorciarse porque había conocido a otra mujer más joven, claro, y yo no estaba dispuesta a permitirlo, fue muy fácil, tomaba bastante medicación, sobre todo para su dolencia de corazón, llevaba dos infartos, ¿no sé si lo sabías?

No contesté, realmente no lo sabía.

Le cambié alguna medicación y luego fue fácil apoyarle una almohada sobre la cara, no sufrió mucho, te lo aseguro.

Me parece bien, como ya te he dicho no me importa, pero te pido un favor, dime la verdad, que lo mataras porque te pidiera el divorcio me parece un poco melodramático.

Había inclinado mi cuerpo hacia delante y estaba muy cerca de ella, esperando una respuesta, que creo que me merecía.

Su boca dibujó un extraña mueca, tienes razón, me dijo.

¿Sabes que tienes un hermano?

Aquí sí que no pude evitar el perder ligeramente el control de los músculos de mi cara, ¿tenía un hermano?

No, no lo sabía, respondí.

Me lo imaginaba, el único problema es que no es tu hermano, ni tampoco era hijo de tu padre, él lo descubrió y pretendía divorciarse de mí y desheredar a mi hijo, no me dejó muchas alternativas y tuve que actuar rápido.

Me di cuenta de que estaba esperando una respuesta por mi parte y no podía decepcionarla, mi voz sonó más alta de lo que me habría gustado.

Ahora sí que te aceptaré esa copa, respondí.

Cuando salí a la calle di unos pasos, me volví y levantando la vista reconocí la planta 48, puerta 24, aquel lugar donde, ahora sí, no pensaba tener que volver de nuevo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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