El autor era un
adulto
cuando se publica este artículo.
Tenía 60 años.
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Es una de esas tardes malditas, no solo por el bochorno que nos obliga a buscar el precario alivio de las sombras además de la propia melancolía del atardecer, sino también por una sensación incómoda de abandono y ansiedad aún remota, pero siempre presente y que nos inquieta desde que hemos salido. Descendemos en fila india por la Gran Vía aplastados a las fachadas. Es la estación caliente, el sol es un puño de fuego que nos persigue y golpea abrasador. El asfalto parece humear y la luz blanquea las aceras, todo es un mar de brillos. La noche y la brisa del mar pronto nos otorgarán una tregua antes de que el sol vuelva a salir y se ensañe de nuevo. Únicamente los gorriones soportan el calor volando a ráfagas. Se entremezclan en oleadas, como si combatiesen entre ellos o contra el propio viento, mientras sus tañidos de añoranza perturban el silencio sobre la ciudad muerta.
Algunos edificios arden y otros nos muestran sus entrañas calcinadas. Nadie recoge los cadáveres. Permanecen allí donde han caído en posiciones grotescas como guiñapos rotos. Se pudren abandonados al sol junto a enjambres de moscas hinchadas y fofas que revolotean a su alrededor y los van ocultando bajo una marea de verde brillante, pero sucia. La mayoría es solo despojos o ha sido despedazada. No todos fueron víctima de la enfermedad.
Los últimos, los que aún estaban sanos, se han aniquilado los unos a otros en enfrentamientos despiadados. Ya no existía ningún vínculo o amistad. Al final lo único que contaba era la propia supervivencia y los demás eran solo alimento, sin importar las relaciones y lazos del pasado por muy profundos que hubieran sido antiguamente. Se han devorado para no ser devorados y subsistir un día más. Cada vez más débiles, ya no lograban atraparnos y el canibalismo se había convertido en algo usual y estaba al orden del día… Su hambre fue siempre tan voraz.
Finalmente nos unimos y los cazamos a todos. Ahora somos nosotros quienes se alimentan a su costa. Sin su presencia, pronto comenzará un nuevo ciclo más justo y equilibrado donde todo se regenerará. Las cosas volverán a su cauce, como en un principio, antes de que nos dominasen y lo destruyeran todo.
Hay comida para todos. Aun así, comienzan las escaramuzas. En medio de la avenida, a pleno sol, los roedores se enzarzan en una pelea con un grupo de urracas por conseguir el bocado más suculento. Las ratas ya no temen a la luz, se han acostumbrado a ella. Han abandonado sus antiguos pozos oscuros del metro y las cloacas. Ahora nadie las caza. Gordas y pesadas de tanto atracarse, son cada vez más numerosas. Todos respetamos la tregua excepto ellas, siempre enzarzadas en sangrientos combates, mayoritariamente entre sus propios clanes o, como ahora, con las aves: urracas, cornejas o incluso con las gaviotas del puerto. Si antes únicamente eran avariciosas y ruines, ahora además se han vuelto osadas y peligrosas. No respetan nada. Tarde o temprano los demás tendremos que exterminarlas o abandonar la ciudad y volver a los bosques de Collserola o más lejos hasta el Montseny.
Llegamos a la Plaza Catalunya. Tenemos sed y la fuente sigue funcionando. Dos de nosotros se adelantan y controlan los alrededores. Uno regresa comunicándonos que no hay peligro. El otro espera junto el agua. Cruzamos rápidos y jadeantes la carretera con el sol que cae a plomo sobre nuestras espaldas. Sorteamos los automóviles varados, que ya no son una amenaza. Permanecen quietos, silenciosos como reliquias, como los despojos de seres monstruosos de épocas pasadas. Nos reunimos bajo la arboleda que rodea la fuente. Unos beben, los otros vigilan. Los más jóvenes incluso se dan un chapuzón. Juguetean alegres bajo la atenta mirada de las madres.
Todavía no hemos acabado de beber cuando aparece una manada de jabalíes. Los animales adultos se adelantan protegiendo a las crías y nos gruñen amenazadores. Nos examinamos hostiles, pero no va a correr la sangre. Ni ellos ni nosotros estamos hambrientos y ambos grupos respetan la tregua. Nos limitamos únicamente a guardar las distancias. Nuestros pequeños salen alarmados del agua y regresan con sus madres. No dejamos de observarnos mientras acabamos de saciar nuestra sed. Bajamos por Las Ramblas pegados a las sombras. Los cadáveres aumentan y la inequívoca sensación de desasosiego crece a la par.
Con cada paso que nos acercamos al mar nuestra ansiedad aumenta. En medio de la zona peatonal una pareja de leones, un macho y una hembra, avanzan cansinos y sin prisas en dirección contraria. Se dejan ver, no temen a nadie. Hace tiempo que los animales del zoo también se liberaron. El calor no parece afectarles demasiado, aunque en breve oscurecerá y el sol lentamente se va apagando. Tienen los morros y el pelaje salpicado de sangre. Apenas se dignan a mirarnos, aparte de una fugaz ojeada despectiva y un lacónico y hosco rugido por parte de la hembra. Los dejamos atrás y llegamos a las Atarazanas. Pasamos por delante de la estatua de Colón, donde desde las palomas hasta incluso algunos cuervos en las zonas más altas han hecho del monumento un inmenso laberinto de nidos y refugios. Una costra de excrementos oculta casi por completo el gris de la piedra y blanquea el bronce de la construcción. La cacofonía y la confusión de ruidos son insoportables. Nos alejamos rápido. Algunas cornejas, por lo visto ya con crías en los nidos, nos persiguen un trecho. Vuelan bajas rozando nuestros lomos y cabezas.
Continuamos por el Paseo de Colón y la tarde se escapa. La luz no es más un enemigo. A estas horas siempre se vuelve entrañable, ambarina. El sol, apenas ya sin fuerza, lo envuelve todo con un fino resplandor dorado. A ras del horizonte comienza a sumergirse en el mar. Aparecen algunos jirones de nubes, blancas, nacarinas, como volutas de algodón, en un cielo hasta ahora impoluto. Se deslizan veloces hasta arder y desparecer con los últimos rayos.
Llegamos al parque de La Ciudadela. Las farolas alumbran la soledad. Nadie se preocupó de apagarlas y se encienden al anochecer. Algunos de los nuestros quieren pasar la noche en las arboledas junto al estanque, pero finalmente desisten. Numerosos ojos de mirada oblicua y taimada sobresalen del agua. Nos observan esperando al acecho, son peligrosos. Los cocodrilos se han adueñado de la laguna y no reconocen la tregua. Devoran al primero que se acerca. Por las alturas del parque los monos se columpian nerviosos al vernos. No están muy alegres. Quizás, porque no encuentran mucho alimento y acercarse a beber al estanque puede resultar letal si no son precavidos.
Abandonamos el parque y nos adentramos en La Barceloneta. Excepto los muertos y algunos grupos de hienas que nos sonríen como siempre, como si fueran las mascotas de la muerte, no vemos a nadie y todo está en calma. Cada uno va a lo suyo y se preocupa de sus asuntos. Al poco rato nos tropezamos con una pandilla de perros que nos gruñe al pasar y nos enseñan los colmillos. En el fondo tienen miedo y los ignoramos. Hay muchos por la ciudad. Cazan ratas y gatos, si pueden. Les hacen la competencia a hienas y coyotes, alimentándose también de carroña o blanqueando los huesos de los cadáveres. En los callejones sedientos de vida, bajo la luz espectral de los faroles, distinguimos la masa oscura del mar. Escuchamos su rumor y percibimos el olor a salitre. Su proximidad nos tranquiliza. Nuestra incertidumbre por lo que nos traerá el futuro y cómo todo será después de la tregua pierde importancia en la hora mágica del crepúsculo.
Cerca de la playa las jirafas deambulan sonámbulas por un bosque de pinos en busca de alimento. Sus cabezas sobresalen entre la maleza y se inclinan parsimoniosas sobre las copas de los árboles.
Vamos a pasar la noche aquí, acurrucados en la arena. Nos arropamos juntos alrededor de varias barcas y botes volcados. Los cachorros persiguen a las olas y escapan corriendo cuando estas regresan. Su rumor infinito nos serena y las estrellas se encienden. No lejos de nosotros, las siluetas de algunas cebras se perfilan aún en la penumbra. Son jóvenes, relinchan mientras compiten entre ellas chapoteando y corriendo sobre la orilla para ver quién es la más veloz.
Ya es casi de noche y nos asombramos, no puede ser, es una revelación. Nuestra inicial sensación de angustia prácticamente se ha desvanecido. Comprendemos por fin que nuestro único dilema era el temor, el miedo a la propia libertad, a vivir sin la permanente amenaza de su presencia. No nos hemos acostumbrado hasta esta noche, pero ellos se han ido para siempre y somos libres. Jamás volverán a traicionar o engañar al destino, el nuestro y el de todos. A partir de ahora depende únicamente de nosotros. Somos fuertes y lo conseguiremos. Seguiremos adelante.
La luna se asoma y nosotros la honramos. No es un aullido triste y lúgubre, como un lamento demandando su consuelo desde tiempos inmemoriales, sino una alabanza, un canto a la libertad y la vida, pues el ser humano ha desparecido. La pandemia ha acabado con él y los lobos somos libres.
Aschheim, 1 de septiembre de 2020
«Relatos de sombra y penumbra a resguardo en el Edén»
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